<p><i><strong>Bojack Horseman</strong></i> se parece más a <i>Severance</i> y <i>The Studio</i> que a los dibujos animados de Hannah-Barbera o de Disney con los que yo me crie. Y sin embargo, <strong>la animación es una técnica audiovisual, que no un género, que desde siempre asocio con lo infantil. Error mío.</strong> Todavía hoy, aunque sé de sobra que la animación no es por definición para niños, me cuesta más entrar en ella que en, pongamos, la ópera, algo muchísimo más artificial. Pero eso no quita para que no vea la grandeza de <i><strong>Bojack</strong></i>, de <i><strong>Undone</strong></i> o de <i><strong>Tuca & Bertie</strong></i>. Las tres son creaciones de <strong>Raphael Bob-Waksberg</strong>, uno de los grandes genios de la animación contemporánea. La amarga <i><strong>Long Story Short</strong></i>, recién estrenada en <strong>Netflix</strong>, es su última maravilla.</p>
Sólo queda que los Emmys dejen de considerar las series de animación como algo menor… o algo para menores
Bojack Horseman se parece más a Severance y The Studio que a los dibujos animados de Hannah-Barbera o de Disney con los que yo me crie. Y sin embargo, la animación es una técnica audiovisual, que no un género, que desde siempre asocio con lo infantil. Error mío. Todavía hoy, aunque sé de sobra que la animación no es por definición para niños, me cuesta más entrar en ella que en, pongamos, la ópera, algo muchísimo más artificial. Pero eso no quita para que no vea la grandeza de Bojack, de Undone o de Tuca & Bertie. Las tres son creaciones de Raphael Bob-Waksberg, uno de los grandes genios de la animación contemporánea. La amarga Long Story Short, recién estrenada en Netflix, es su última maravilla.
Long Story Short es la historia de los Schwooper, una familia judía estadounidense de clase media. Así, sin más. Una familia normal, o, mejor dicho, una familia más. Porque qué familia es normal. La televisión nos ha contado muy bien esto. Desde A dos metros bajo tierra hasta This Is Us, pasando por Parenthood o Treinta y tantos, los guionistas televisivos tienen un filón en las familias disfuncionales. O en las funcionales porque no tienen otra opción, que vendrían a ser todas. Los Schwooper son normales y peculiares, funcionales y disfuncionales, reconocibles y marcianos, monigotes y personas. Bob-Waksberg cuenta su vida de manera no lineal, con un dibujo tosco pero muy expresivo y una reverencia absoluta a los cientos de cómics que se han interesado en la institución social más simple y a la vez, la más complicada de todas.
Al contrario que Bojack Horseman o Tuca & Bertie, Long Story Short no recurre a animales antropomórficos. Su propuesta, a medio camino entre Los Simpson y la obra de Rocío Quillahuaman, pasa por dibujar personas, animarlas a lo bruto y darles tramas y diálogos que no podrían alejarse más de lo que yo entendí durante décadas que eran los dibujos animados. Los personajes de Raphael Bob-Waksberg se casan y se divorcian, se deprimen y se medican, se equivocan y se equivocan más todavía. Bob-Waksberg aprovecha que son dibujos para llevar al límite sus situaciones. Long Story Short podría haber sido una serie tradicional, con actores y decorados, pero entonces su tono agridulce se habría deslizado peligrosa e inevitablemente hacia la parodia. Igual que una Bojack Horseman con las caras (y no solo las voces) de Will Arnett, Aaron Paul, Amy Sedaris y Alison Brie habría ganado en glamur (y en visibilidad), pero habría perdido en potencia y radicalidad.
Las voces de Long Story Short también son de primera: Abbi Jacobson, Nicole Byer, Max Greenfield, Kristen Schaal, Patton Oswalt, J.K. Simmons, Wendy Malick, Angela Basset, Stanley Tucci, Rami Malek… Una nutrida lista de estrellas que saben que haber trabajado para Raphael Bob-Waksberg (que se reserva también un papel como actor de voz en su propia serie) es una línea prestigiosa en el currículum.
Netflix también sabe que este creador es un activo del que presumir, así que han renovado su serie por una temporada más. Ahora sólo queda que los Emmys, que celebrarán su 77ª edición en dos semanas, dejen de considerar las series de animación como algo menor. O algo para menores. A mí, hasta hace virtualmente nada, me pasaba lo mismo. Los tebeos eran para niños; los dibujos animados también. Tardé en asumir mi error. Ahora solo quiero que Raphael Bob-Waksberg se haga amigo de Charles Burns o de Douglas Coupland y que una plataforma, la que sea, les ponga un cheque en blanco sobre la mesa.
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