<p>Fue Ingmar Bergman en el que, en la mortificante oración luterana que es su diario, escribió: <strong>»Sé que es preciso utilizarme a mí mismo como madera y como hacha,</strong> después de todo es el único material del que dispongo». La frase no quería ser tanto un ejercicio de masoquismo, que quizá también, como una descripción pautada y algo gore, la verdad, de su propio cine. Madera y hacha, pues. </p>
La directora de Alcarràs completa su periplo iluminado alrededor de los recuerdos familiares con una película emotiva, clara, políticamente oportuna y conmovedora hasta la euforia
Fue Ingmar Bergman en el que, en la mortificante oración luterana que es su diario, escribió: «Sé que es preciso utilizarme a mí mismo como madera y como hacha, después de todo es el único material del que dispongo». La frase no quería ser tanto un ejercicio de masoquismo, que quizá también, como una descripción pautada y algo gore, la verdad, de su propio cine. Madera y hacha, pues.
Con su último trabajo, Carla Simón también hecha mano de sí. Sin apurar la metáfora hasta la misma sangre, también su cine hasta la fecha ha sido «madera y hacha». Romería completa de este modo un periplo personal y familiar que inició en Estiu 1993 y que se ha prologado por una filmografía casi perfecta hasta ahora mismo. La película, que recrea, cuenta, inventa, imagina o simplemente funda desde la nada (todo a la vez) la juventud de la directora, relata la historia de Marina. Marina (Llúcia Garcia) tiene 18 años y viaja a Galicia desde Barcelona para conseguir la firma de unos abuelos que no conoce. Sus padres murieron tiempo atrás en el fragor de los 80, en plena pandemia del sida, ella se fue a vivir con sus tíos y para que puede acceder a una beca con el objetivo de estudiar precisamente cine necesita que los abuelos reconozcan que son lo que son: los padres de su padre y abuelos de su nieta. De paso, conocerá a una familia entera y nueva. Todo eso le pasó a Carla y, a la vez, no. O, mejor, le pasó exactamente como dice la película porque la memoria, como el viento, sopla donde quiere. Lo que no deja espacio para elucubraciones ni para metáforas más o menos recurrentes es que todo lo que se cuenta es madera y carne de la misma Carla Simón.
Lo que sigue es una película deslumbrante, enigmática, realista y mágica, silenciosa y a la vez ensordecedora; una película que se hace y deshace delante de los ojos del espectador como los recuerdos se forman y se contradicen cada vez que se les invoca. Todo discurre en dos tiempos, alrededor del año 2000 y en los 80. Todo es contemplado por la mirada de una joven que descubre un mundo ajeno que, para su sorpresa, no es nada más que su más personal e íntimo universo. Pero también es una película construida enteramente en la imaginación de la protagonista, en la memoria de unos padres que no conoció, que solo imaginó desde la más profunda añoranza, desde el dolor más sentido. Madera y hacha.
En cualquier caso, como en el caso de Alcarràs o de Estiu 1993, Romería no es solo el viaje personal que parece ser por la descripción más superficial de las piezas que la arman. De repente, como en su película anterior, importa el valor colectivo de un olvido imperdonable. La transición que nos contaron como ese paraíso de reconciliación, en verdad dejó por el camino a muchos, muchas víctimas que nos hicieron ser lo que ahora somos y que, sin embargo, cubrimos por una espesa capa de desagradecimiento, de miedo, de vergüenza. Y es ahí, donde Romería se hace grande, abandona el lugar de privilegio de lo íntimo, para adquirir las formas de un manifiesto político que también lo es moral y, por ello, colectivo en su sentido más riguroso y pleno.
Esta vez, por primera vez, Simón no solo trabaja con actores de los llamados naturales. También los hay de los otros, de los que cuando pasean por la alfombra roja no se tropiezan ni se hacen selfies. Y, la verdad, apenas se nota. Todos, desde los debutantes Llúcia Garcia a Mitch (sic) pasando por los más reconocibles Tristán Ulloa, Celine Tyll, Myriam Gallego, Janet Novás o José Ángel Egido, todos, decíamos, actúan como interactúan mientras desactúan. Son actores y, en verdad, no lo son del todo, que es la mejor forma posible de ser actor.
La película se mueve por la pantalla como lo haría un recuerdo propio que, en verdad, nos lo prestó un familiar al que a su vez se lo contó un vecino que no queda claro si lo leyó en algún sitio o lo escuchó mientras paseaba por la calle. Todo cierto, claro. O no. Como en el caso de Alcarràs, la cámara se mueve entre los cuerpos levantando a su paso polvaredas de verdad, retazos de unas vidas que se antojan vividas por el propio espectador en algún momento ajeno al propio tiempo. No es tanto magia, que también, como la certeza de que solo lo que tiene vida insufla de vida a la propia vida, cualquiera de ellas, cualquiera de nosotros. Madera y hacha.
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Dirección: Carla Simón. Intérpretes: Llúcia Garcia, Mitch, Tristán Ulloa, Celine Tyll. Duración: 115 minutos. Nacionalidad: España.
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