<p>Los mecánicos dicen que un muelle siempre vuelve a su sitio. La cuestión es cuál. En un reloj, es la tensión justa que mueve las agujas. En un coche, la compresión que absorbe los baches. En un colchón, el equilibrio que sostiene el cuerpo sin hundirse. En <strong>política monetaria</strong>, ese lugar no es fácilmente alcanzable.</p>
Los mecánicos dicen que un muelle siempre vuelve a su sitio. La cuestión es cuál. En un reloj, es la tensión justa que mueve las agujas. En un coche, la compresión que absorbe l
Los mecánicos dicen que un muelle siempre vuelve a su sitio. La cuestión es cuál. En un reloj, es la tensión justa que mueve las agujas. En un coche, la compresión que absorbe los baches. En un colchón, el equilibrio que sostiene el cuerpo sin hundirse. En política monetaria, ese lugar no es fácilmente alcanzable.
Hoy es un complicado equilibrio entre mercados con respiración asistida y control de inflación con muchos artificios. Un muelle se puede apretar mucho tiempo. Es lo que ha hecho el Banco Central Europeo (BCE) con la política monetaria: bajadas de tipos sucesivas, programas de compra de deuda que todavía hoy sostienen de manera masiva a los mercados soberanos y mensajes diseñados para la tranquilidad. Apariencia de quietud, orden y control. Es la comodidad y protección que enamora a los mercados.
La neurociencia nos dice que el romanticismo no está en un rincón del cerebro, sino repartido entre memoria, emoción y recompensa. Quizá por eso también la política monetaria se deja arrastrar por su propio enamoramiento: ve equilibrio donde hay desequilibrio, calma donde hay riesgo. Pero las neuronas, como los mercados, no viven de ficciones eternamente. Cualquiera que haya jugado con un muelle sabe que esa apacibilidad es engañosa: la energía no desaparece, se acumula. La de septiembre es una reunión del BCE en apariencia anodina, pero con fecha cargada de memoria: día 11. Algo más que coincidencia.
Hace veinticuatro años, cuando el miedo se extendió, todo quedó subordinado a la urgencia geopolítica y a la presión de unos mercados que solo miraban el siguiente minuto. Se bajaron tipos a ciegas, se inundó el sistema de liquidez, y, durante un tiempo, pareció funcionar. Pero aquella anestesia incubó la siguiente crisis. Hoy la amenaza es distinta, pero la tentación es la misma: dejarse arrastrar, esta vez no por el miedo sino por la complacencia, por la comodidad de seguir financiando con deuda barata y palabras suaves. Y así, convertir la política monetaria en un reflejo nervioso del presente, en lugar de en el marco estable que debería disciplinar a gobiernos y mercados.
El muelle actual tiene varias espirales. Una es la política fiscal: déficits persistentes y presupuestos expansivos que añaden presión a la demanda. Otra son los aranceles y las tensiones geopolíticas, que encarecen cadenas de suministro y amenazan con reactivar la inflación. A ello se suma la transición energética, cuyos costes hoy se disimulan, pero que tarde o temprano volverán a traducirse en precios más altos. Y detrás, más silenciosa pero más resistente, la dinámica inflacionaria en servicios: menos espectacular que en la industria, pero más difícil de revertir.
El BCE mantiene el resorte apretado con sus compras de deuda, retiradas con una lentitud que garantiza a los gobiernos tipos de financiación suaves. Los mercados lo saben y lo disfrutan, pero el ajuste será inevitable. Cuanto más tarde en llegar, más violento será el final. Lo razonable es lo contrario de lo que aparenta la calma: los tipos tendrán que subir. No de forma abrupta, pero sí como señal de que el BCE no se limita a administrar la anestesia de la deuda, sino que se toma en serio los riesgos acumulados.
Un muelle también se parece a la dignidad: puede permanecer soterrada, reprimida, oculta… pero siempre acaba emergiendo. La autoridad monetaria sabe que no puede engañar indefinidamente a la física de los mercados y que, además, está creando un sistema de incentivos perverso para políticas fiscales díscolas. La presión contenida se libera, la espiral vuelve a expandirse, la dignidad sale a la superficie. Y entonces descubrimos que el sitio del muelle no estaba en el discurso tranquilizador ni en las compras de deuda, sino en el gesto más razonable y simple: reconocer que, más pronto que tarde, los tipos deben volver a subir.
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