<p>Hay películas que, más que dejarse ver, atropellan, arrollan, se llevan por delante todo lo que tocan, incluida la propia mirada del espectador. Cuentan (lo dice la leyenda probablemente más repetida y más apócrifa de la historia del cine) que los espectadores de la película de los Lumière de 1896 <i>La llegada del tren a la estación de la Ciotat </i>más que sorprenderse temieron por sus vidas. El tren renqueante que entraba por la derecha de la pantalla camino del patio de butacas les amenazaba. Sí, les entretenía, les llenaba de estupor, a algunos les emocionó incluso, pero, y sobre todo, la máquina de metal retratada por primera vez en movimiento en un humeante blanco y negro estaba ahí en dirección hacia ellos dispuesta a atropellarles. Era placer, pero, por encima de todo, era preocupación también. <i>Una batalla tras otra,</i> el último prodigio de probablemente el más prodigioso de los directores en activo, es básicamente eso: <strong>es película, pero sobre todo es accidente, es una llamada de auxilio, es una advertencia sobre el corrosivo y ácido peligro que desprende la sociedad de hoy en concreto y la vida, así en general, en cualquier momento.</strong> Más que dejarse ver, atropella.</p>
El director ofrece un enfebrecido viaje al fondo de la conciencia contemporánea de la mano de un ejercicio de cine frenético, muy divertido e irrefutable. Sin lugar a dudas —por oportuna, por comprometida y por pura inercia— la película del año
Hay películas que, más que dejarse ver, atropellan, arrollan, se llevan por delante todo lo que tocan, incluida la propia mirada del espectador. Cuentan (lo dice la leyenda probablemente más repetida y más apócrifa de la historia del cine) que los espectadores de la película de los Lumière de 1896 La llegada del tren a la estación de la Ciotat más que sorprenderse temieron por sus vidas. El tren renqueante que entraba por la derecha de la pantalla camino del patio de butacas les amenazaba. Sí, les entretenía, les llenaba de estupor, a algunos les emocionó incluso, pero, y sobre todo, la máquina de metal retratada por primera vez en movimiento en un humeante blanco y negro estaba ahí en dirección hacia ellos dispuesta a atropellarles. Era placer, pero, por encima de todo, era preocupación también. Una batalla tras otra, el último prodigio de probablemente el más prodigioso de los directores en activo, es básicamente eso: es película, pero sobre todo es accidente, es una llamada de auxilio, es una advertencia sobre el corrosivo y ácido peligro que desprende la sociedad de hoy en concreto y la vida, así en general, en cualquier momento. Más que dejarse ver, atropella.
No es la primera vez que Paul Thomas Anderson se acerca a un libro de Thomas Pynchon para, muy a su manera, adaptarlo. Lo hizo en Puro vicio con un ánimo más alucinógeno que explícito. La idea entonces era mas que contar nada, dejarse contar. El relato ambientado en los años 70 quería ser un retrato impresionista de una ciudad convertida de repente en un estado de ánimo, en una forma de estar en el mundo, en un enigma dentro de un misterio envuelto en un acertijo. O al revés. Ahora, de la mano de la novela publicada en 1992 Vineland, se viaja a los años 60 para contar puntualmente una historia de derrotas, la de todos los movimientos más o menos revolucionarios, más o menos utópicos, más que menos violentos, empeñados en cambiar el estado de las cosas. Desde ahí —apenas el lugar y motivo de los primeros compases de la película—, la cinta salta a los años 80, al corazón mismo del conservadurismo reaganiano.
Escondidos en una comunidad-santuario al margen de todo y de manera especial a distancia de su propio pasado de fuego, viven los que quedan, o malquedan, de aquella refriega. Allí está el atribulado Bob Ferguson al que da vida permanentemente al borde del infarto Leonardo DiCaprio en compañía de su hija, encarnada por la recién llegada Chase Infiniti. Los dos se esconden de todos y especialmente del recuerdo y del fantasma de la mujer del primero y de la madre de la segunda. Ella es la más revolucionaria, la más traidora, la más pérfida; ella es Perfidia o, mejor, la actriz desde ahora mismo camino del mito Teyana Taylor. Detrás de todos, la CIA, el FBI, un grupo de supremacistas blancos y, en lugar de excepción, el personaje de Sean Penn, encarnación del mismísimo diablo, camino de su tercer Oscar. Y entre todos ellos, no conviene olvidar a Benicio del Toro metido en el papel de sensei-latino, además de último refugio de dignidad de un mundo que se desmorona, entregado a un derroche más del que parece su nuevo año triunfal.
Lo que sigue, ya se ha dicho, es un tren en marcha dispuesto a llevarse todo por delante. Lo que sigue es, sin asomo ni de excusas ni sentido de la medida, un viaje al fondo mismo de la conciencia contemporánea merced a un ejercicio de cine frenético, de cine sin complejos, de cine irrefutable. Lo que sigue, en efecto, sigue. Es comedia por su propensión festiva y casi obscena a la tragedia; es un gran guiñol profano y místico a la vez donde se ventilan los demonios de un tiempo enfrentado a la crisis migratoria como testimonio y consecuencia de todas las crisis posibles (la económica, la moral, la medioambiental y la trumpista); es Paul Thomas Anderson desatado (con un cierto aliento y aroma ‘tarantinesco’, reconozcámoslo) tan eléctrico como el de Magnolia, tan introspectivo como el de El hilo invisible, tan alegremente críptico como el de The Master, tan cacofónico y disruptivo como el de Pozos de Ambición y tan enamorado del cine y del propio amor como el de Licorice Pizza, Embriagado de amor o, por qué no, Boogie Nights.
Decía Robert Bresson que una película debe parecerse a lo que ves cuando cierras los ojos. Y ahora la pregunta: ¿Qué vieron los hermanos Lumière la primera vez que cerraron los ojos? ¿Por qué decidieron que una de las imágenes inaugurales que registrara su invento recién patentado fuera la de un tren camino del patio de butacas? Quizá sólo buscaran dejarse sorprender. Eso o la idea era trazar sobre la pantalla la línea que ya separaba el mundo. De un lado, el tiempo normativizado sometido a la lógica de las máquinas, el humo y el rigor de las fábricas. Del otro, el tiempo, por fin libre, sin más reglas que el caprichoso azar de la imaginación encerrado en una pantalla en blanco atravesada por una locomotora. Quizá cerraron los ojos y vieron simplemente la posibilidad de construir una mirada como nunca antes, una mirada colectiva que definiera no sólo un arte que nacía, el cinematógrafo, como un tiempo rigurosamente diferente. Cerraron los ojos y, qué cosas, nos dieron a todos nosotros unos ojos nuevos. Y, sin duda, Paul Thomas Anderson y su Una batalla tras otra militan en esta nueva fe siempre renovada: nuevos ojos para la película del año, película del año por oportuna, por comprometida y por pura inercia.
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Dirección: Paul Thomas Anderson. Intérpretes: Leonardo DiCaprio, Sean Penn, Benicio del Toro, Regina Hall, Teyana Taylor, Chase Infiniti. Duración: 170 minutos. Nacionalidad: Estados Unidos.
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