<p>Hablar de dinero siempre resulta incómodo. Parece vulgar, casi obsceno, como si el amor, la amistad o la familia pudieran vivir al margen de él. Pero los psicólogos llevan años recordándonos lo contrario: hasta en las relaciones más sólidas, el dinero pesa. Condiciona decisiones, erosiona confianzas, alimenta ilusiones y se convierte en el último asidero previo al desprecio. Fingir que no existe no nos protege; solo nos deja más expuestos. Hay, además, una distancia cognitiva que rara vez miramos de frente: la brecha entre lo que realmente sabemos y lo que creemos saber. No es un matiz académico, es el corazón del problema. Cuando esa distancia se ensancha, las personas actúan con una seguridad que no está respaldada por sus competencias.</p>
Es clave que la gente entienda lo que sabe y lo que no, normalizar el hablar de dinero en casa y entrenar la desconfianza bien informada.
Hablar de dinero siempre resulta incómodo. Parece vulgar, casi obsceno, como si el amor, la amistad o la familia pudieran vivir al margen de él. Pero los psicólogos llevan años recordándonos lo contrario: hasta en las relaciones más sólidas, el dinero pesa. Condiciona decisiones, erosiona confianzas, alimenta ilusiones y se convierte en el último asidero previo al desprecio. Fingir que no existe no nos protege; solo nos deja más expuestos. Hay, además, una distancia cognitiva que rara vez miramos de frente: la brecha entre lo que realmente sabemos y lo que creemos saber. No es un matiz académico, es el corazón del problema. Cuando esa distancia se ensancha, las personas actúan con una seguridad que no está respaldada por sus competencias.
Con esa idea en mente, desde Funcas hemos estudiado estas cuestiones y lo que aparece es menos simple de lo que suelen contar los manuales: no todos los adolescentes que fallan en finanzas lo hacen por la misma razón. Hay una desventaja cognitiva -sin matemáticas ni lectura, un contrato es un jeroglífico-; una desventaja estructural, que nace del origen familiar o migrante y del menor capital cultural; y una desventaja situacional, la más frecuente y la más corregible, que consiste en no hablar nunca de dinero en casa, no tener autonomía sobre el gasto y no recibir ni una hora de educación financiera en la escuela. Esta última se reduce cuando se abre el aula y se pierde el pudor de hablar de dinero.
Pero la ignorancia, a secas, no es el único peligro. Lo verdaderamente corrosivo es la distancia cognitiva convertida en confianza: personas que fallan preguntas elementales sobre intereses o inflación y, al mismo tiempo, se declaran seguras de «saber manejarse». Narcisistas del ruido financiero. Es el viejo efecto Dunning-Kruger aplicado a la economía doméstica: cuanto menos se sabe, más seguro se declara uno. Y esa seguridad conduce al error: gastos por encima de los ingresos, créditos abusivos, contratos firmados sin entenderlos, inversiones que se confunden con loterías. En ese caldo de cultivo prospera una fauna reconocible. Los gurús de YouTube que abren el vídeo con: «¿Te perdiste Nvidia a 50 dólares? Yo te digo la próxima»; los influencers que prometen libertad financiera en 30 días, los vendedores de cursos que garantizan rentas pasivas mientras duermes. No hacen falta viejos usureros: basta un canal de TikTok para que muchos entreguen sus ahorros a la volatilidad de las criptomonedas, convencidos de que están «aprovechando una oportunidad histórica». El discurso es siempre el mismo: sustituir estudio por atajos, prudencia por euforia, análisis por consignas.
La ironía es que ni siquiera quienes saben más están a salvo. El conocimiento parcial puede inflar el pecho. Saber calcular un interés compuesto no inmuniza contra la tentación del endeudamiento; a veces la facilita, porque la ilusión de control es más embriagadora que la ignorancia. En nombre de «yo esto lo entiendo», se asumen riesgos que no casan con el colchón de ahorro ni con la estabilidad de los ingresos. La distancia cognitiva también opera ahí: no entre desconocimiento y convicción, sino entre competencia técnica y humildad práctica.
¿Qué debería hacer entonces la educación financiera? Tres cosas sencillas y difíciles. Primero, reducir la distancia cognitiva: que la gente sepa lo que sabe y, sobre todo, lo que no sabe. Esto requiere autoevaluación honesta, ejemplos concretos y fricciones útiles (checklists, segundas firmas, presupuestos que no se quedan en el cajón). Segundo, institucionalizar lo situacional: hablar de dinero en casa y en la escuela sin vergüenza, con ejercicios que involucren decisiones reales -comparar contratos, negociar objetivos de ahorro, leer la letra pequeña-. Tercero, entrenar la desconfianza bien informada: distinguir entre consejo y propaganda, entre divulgación seria y marketing emocional. Un buen módulo de educación financiera hoy incluye, inevitablemente, alfabetización digital para no caer en el embudo de los profesionales de la promesa. Y hay un cuarto punto que rara vez se dice: hablar de dinero a tiempo es una forma de cuidado. En pareja, entre amigos, en familia. Poner números a los proyectos comunes no enfría los afectos; los hace sostenibles. Los psicólogos no hablan de romanticismo, pero las conclusiones son claras: los vínculos saludables conversan sobre dinero sin teatralidad ni reproches, con reglas simples y expectativas realistas. También ahí la educación financiera es higiene.
El Día de la Educación Financiera no debería convocarnos a recitar fórmulas, sino a revisar nuestro calibrado. Desconfiar de la épica de los atajos y de quienes venden presentimientos en paquetes prémium. Aprender y mantener la humildad.
*Francisco Rodríguez es Catedrático de Economía de la Universidad de Granada y director del Área Financiera y Digitalización de Funcas.
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