<p>La célebre sopa de nido de golondrina, elaborada con la saliva solidificada de un vencejo, es uno de los manjares más antiguos de la cocina china. Para Occidente resulta extravagante; para Pekín simboliza salud, longevidad y continuidad. Esa capacidad de transformar lo frágil en poder explica también por qué China nunca desaparece del mapa, aunque una y otra vez se haya anunciado su ocaso.</p>
La célebre sopa de nido de golondrina, elaborada con la saliva solidificada de un vencejo, es uno de los manjares más antiguos de la cocina china. Para Occidente resulta extrava
La célebre sopa de nido de golondrina, elaborada con la saliva solidificada de un vencejo, es uno de los manjares más antiguos de la cocina china. Para Occidente resulta extravagante; para Pekín simboliza salud, longevidad y continuidad. Esa capacidad de transformar lo frágil en poder explica también por qué China nunca desaparece del mapa, aunque una y otra vez se haya anunciado su ocaso.
Donald Trump y Xi Jinping se han sentado frente a frente en Busán. Oficialmente ha sido una reunión bilateral; en realidad, un banquete donde se ha decidido qué menú comerá la economía mundial en los próximos años. Lo que se ha discutido sobre aranceles, minerales críticos o semiconductores afectará a fábricas europeas, a mercados latinoamericanos y a la transición energética africana. La globalización no se ha roto: se sirve ahora en una mesa reservada para dos.
El escenario tampoco ha sido casual. Busán fue hace setenta años la última trinchera de Corea del Sur frente al norte comunista. Hoy es un puerto abierto al mundo, convertido en centro tecnológico, financiero y cultural. En pocas décadas, un país de tamaño y población similares a España ha pasado de la miseria a la vanguardia de la economía digital.
China ha vuelto a exhibir su resiliencia: tras cada crisis reaparece con más control sobre algún engranaje estratégico —tierras raras, paneles solares, telecomunicaciones, inteligencia artificial—. No es solo poder económico; es una forma de memoria histórica, la capacidad de convertir la escasez en continuidad y de sobrevivir a cada fractura con la certeza de que el tiempo está de su lado. Estados Unidos responde con sanciones y alianzas, consciente de que conserva la superioridad militar, el poder del dólar y la red de pactos globales. Pero lo que se perfila no es una victoria clara de uno sobre otro, sino un pulso prolongado, sector a sector, década a década.
Europa legisla, armoniza, observa. Macron habla de «doble dependencia» y no exagera: dependemos de Washington para la defensa, de Pekín para las materias primas, de Asia para los chips. Regulamos con elegancia, pero casi siempre sobre lo que otros ya han inventado. Esa distancia entre la norma y la acción se ha convertido en la marca de un continente que adorna la sala pero no se sienta en la mesa donde se reparten las raciones de poder.
Lo que sostiene a China no es solo su autocracia ni su músculo económico, sino una cultura que ofrece continuidad donde otros solo ven fracturas. En China, leer sigue siendo inversión vital, herencia de los exámenes imperiales y de la obsesión confuciana por el texto. Las librerías están llenas y las plataformas digitales atraen a millones de usuarios, aunque siempre dentro de los límites que impone la censura. Se lee mucho, pero se lee lo que el Estado permite. Esa persistencia cultural no asegura democracia, pero ha dado al país un suelo simbólico y una disciplina social que explican en parte su resiliencia, aunque Occidente prefiera ignorarlo o reducirlo a extravagancia.
Europa y Estados Unidos, cada uno a su manera, han confundido entretenimiento con conocimiento. La lectura crítica se ha debilitado, el debate público se ha vuelto ruido y la democracia ha perdido la profundidad cultural que la sostenía. Resignados a aceptar un guion escrito por otros, contemplan cómo los más incultos ya lideran o amenazan con desembarcar para imponer su incultura como dogma, con orgullo.
Busán ha mostrado la ironía de la historia: una ciudad que fue frontera de guerra se ha convertido en anfitriona de la política global. Corea del Sur, con tamaño y población parecidos a los nuestros, se ha reinventado hasta convertirse en centro de la economía digital. Europa todavía está a tiempo de hacer lo mismo. Pero para ello tendrá que abandonar la comodidad del espectador y decidir, al fin, escribir su propio menú.
Actualidad Económica
