En la entrada del Ayuntamiento hay una miniciudad construida con galletas de jengibre junto a un árbol de Navidad. “Este año el gran evento navideño es que lo celebramos junto al resto de Europa, como el año pasado, y no en la fecha que nos habían impuesto en la época soviética [el 7 de enero, la fecha de la Navidad del cristianismo ortodoxo que impera en Rusia]”, aprecia satisfecho el alcalde, Anatoli Fedoruk, un día antes de Nochebuena. A unos 30 kilómetros de Kiev, la ciudad llama la atención porque todo tiene pinta de nuevo, de sólido, en un país tambaleante agujereado por la guerra. Parece un municipio de familias de clase media en las afueras de cualquier capital europea. Pero es Bucha, Ucrania, uno de los símbolos del horror de la invasión rusa.
La ciudad sufrió 33 días de ocupación en los primeros días de la invasión a gran escala de Ucrania y destapó la crueldad de las tropas rusas
En la entrada del Ayuntamiento hay una miniciudad construida con galletas de jengibre junto a un árbol de Navidad. “Este año el gran evento navideño es que lo celebramos junto al resto de Europa, como el año pasado, y no en la fecha que nos habían impuesto en la época soviética [el 7 de enero, la fecha de la Navidad del cristianismo ortodoxo que impera en Rusia]”, aprecia satisfecho el alcalde, Anatoli Fedoruk, un día antes de Nochebuena. A unos 30 kilómetros de Kiev, la ciudad llama la atención porque todo tiene pinta de nuevo, de sólido, en un país tambaleante agujereado por la guerra. Parece un municipio de familias de clase media en las afueras de cualquier capital europea. Pero es Bucha, Ucrania, uno de los símbolos del horror de la invasión rusa.
Las atrocidades que sufrieron los habitantes durante los 33 días de ocupación rusa que vivieron entre el 26 de febrero y el 1 de abril de 2022 conmocionaron al mundo. A la calle Yablonska la bautizaron como la avenida de los cadáveres, por los 78 cuerpos que yacían a la vista de todos cuando la ciudad fue liberada. Su exhibición era el escarmiento y la amenaza para cualquiera que osara salir de los sótanos donde se escondían los 2.300 vecinos que quedaron de los 50.000 habitantes de la ciudad. Mataron a 509 y raptaron a 79.
Hoy, algunos tramos de la larga avenida tienen pavimento nuevo, aceras arregladas, señalización recién estrenada. “Es muy importante escribir una nueva página en nuestra historia; después del apoyo psicológico, restaurar y recuperar la ciudad es crucial”, afirma Fedoruk en su despacho. Ese es su empeño, junto al de poner a los culpables ante la justicia internacional para que sean juzgados y castigados por crímenes de guerra. “No queremos venganza y odio, queremos justicia”, insiste.
Bucha está marcada por el estigma de haber sido escenario del horror. “Trabajamos mucho para explicar que no es el mismo sitio que en 2022. No es una ciudad que sufre”, cuenta Mijailina Skorik-Shkarivska, antigua vicealcaldesa y presidenta del Instituto para el Desarrollo Sostenible de las Comunidades, una ONG que trabaja en la recuperación física y emocional del municipio. La ciudad y su comarca han recuperado el 95% de los 73.000 habitantes en total que vivían antes de la invasión. “No son necesariamente los mismos”, explica Skorik-Shkarivska. Hay al menos unos 12.000 nuevos vecinos desplazados internos por la guerra.
Anastasia Polianska, directora de la agencia regional de desarrollo, su esposo y su hijo son tres de esos nuevos vecinos. Habían decidido mudarse a Bucha desde Sumi, en la frontera con Rusia, antes de la ocupación. Les atraían los bosques, las escuelas infantiles, y su cercanía a Kiev. La ciudad es una mezcla de bloques de viviendas con casas unifamiliares, rodeadas de zonas verdes. “Después de todo lo malo que ocurrió, ¿qué más puede pasar? Aquello no puede suceder dos veces”, reflexiona. La ciudad acoge frecuentes visitas de delegaciones internacionales. Ella suele decirles: “Si quieren ver la guerra, vayan a otro sitio”.
Pese al empeño del alcalde y su equipo por empezar un nuevo capítulo y la capacidad de recuperación de los vecinos, nadie olvida lo que se vivió allí. Fedoruk, que se quedó durante la ocupación —“Me han elegido en seis elecciones, no me podía ir”— relata cómo cambiaba de escondite a diario. “Los rusos estaban de safari y, en esa caza, el alcalde era el objetivo número uno”, dice. “Todas las células de mi cuerpo se centraron en sobrevivir, no podía cometer ningún error”.
El cura Andrii Halavin también se quedó. Recuerda los bombardeos constantes, el suelo que temblaba, el campo de batalla en el que se convirtió Bucha. Señala restos de metralla en los muros de la iglesia blanca con cúpulas doradas y dos ventanas rotas para el recuerdo. Pero por lo que se conoce a San Andrés y a su sacerdote es por la fosa común que cavó en el terreno de la iglesia durante la ocupación, tras convencer a los rusos, para dar sepultura temporal a 116 muertos. Los transportaba, con ayuda de vecinos, en carritos del supermercado.
En el interior del templo, helado, se exhiben las fotografías que documentaron la barbarie. Halavin resulta impenetrable: “No puedo compartir mis emociones de entonces. Si me dejase llevar por ellas, no podría vivir”. “Puedo compartir los hechos”, y muestra en su móvil un vídeo del coro de la iglesia. Apunta con el dedo a uno de los cantantes, un hombre joven. A continuación muestra una foto de su cuerpo calcinado, mutilado. “Es inhumano”. Y otro en las mismas condiciones, más pequeño, su hijo. “Es extremadamente duro, todos los días. Pero no puedo tener sentimientos. Es una debilidad y no me la puedo permitir”.
Bucha quiere avanzar. “Estamos celebrando, disfrutando de la vida, como cualquier otra ciudad”, dice Skoryk-Shkarivska en una cálida cafetería decorada con adornos navideños. Pero como ella misma reconoce: “Detrás de la normalidad, está este trauma”. “Todo el mundo conoce a alguien que murió o vio gente muerta. Para las familias es muy doloroso pasar por la calle Yablonska”.
A Vadim Yevdorkimenko no le queda más remedio. Este joven de 22 años, que trabaja como peluquero voluntario con militares, cuenta su particular calvario, sentado en una sala de un centro cultural frente al bloque donde vive, en esa calle. Su padre, enfermo, fue a refugiarse en un garaje con sótano con un vecino cuando llegaron las tropas rusas. El 3 de marzo de 2022 se acercó al bosque a por leña. “A partir de ahí, perdimos todo contacto”, lamenta.
Le llamaron a mediados de abril para decirle que habían encontrado los restos de varios cuerpos, también calcinados, entre los que podía encontrarse su padre. Hasta agosto de este año no le confirmaron que efectivamente lo era. Todavía quedan 63 víctimas sin identificar, según el alcalde. “Yo no había perdido la esperanza de que no fuese él, de que él en realidad estuviera en otro sitio, como el frente”, confiesa el muchacho. “Estoy intentando superarlo, no pensar en el horror. Intento ser útil”, dice Yevdorkimenko atropelladamente. “He trabajado con psicólogos y he entendido que tengo que seguir con mi vida”.
En esas están en Bucha, en tirar para adelante, aunque cuesta. “Estoy muy orgullosa de la ciudad. Lo estamos haciendo muy bien”, afirma Yuliia Nichvoloda, dueña de una cafetería destruida en los bombardeos y reconstruida. Madre de cinco hijos a los que intenta ofrecer una Navidad lo más normal posible, reconoce sin dudarlo: “Emocionalmente, es cada vez más duro”.
“Todo el mundo intenta seguir viviendo, pero es muy cansado”, comparte Nichvoloda sin perder la sonrisa. La guerra continua y la Bucha que intenta superar el trauma vive a diario, como el resto del país, bajo la amenaza constante de bombardeo. En el cementerio, las filas reservadas a los soldados caídos en el frente no paran de crecer. Los familiares de los militares movilizados comparten a diario sus miedos con Halavin. “Seguimos viviendo quizás por la adrenalina”, dice el sacerdote, y porque su existencia depende de eso: “No tenemos opción. O luchamos, o desaparecemos”.
“Me estoy guardando todos los sentimientos y emociones hasta el día de la victoria”, concede el cura. “No hay duda de que vamos a restaurar Ucrania y será mejor, pero nuestras almas están muy heridas. Tenemos que encontrar la forma de vivir y curarnos, y vamos a tardar mucho tiempo”. Mientras tanto, Bucha sigue avanzando reconstruyendo una versión de la normalidad, empeñada en no sucumbir. “Siempre hay momentos para la alegría y la Navidad lo es. Los rusos nunca podrán robarnos eso”, afirma Halavin, sonriente.
Internacional en EL PAÍS