<p>En mayo de 1750, cuando los hijos de artesanos y burgueses empezaron a desaparecer de las calles de París, un rumor macabro se extendió como la pólvora: la policía los secuestraba para desangrarlos. La sangre pura de los inocentes, susurraban, serviría para curar la lepra de un príncipe. La histeria desembocó en los disturbios más violentos que se recordaban, una revuelta que durante unas horas puso la ciudad en manos de una multitud enfurecida que linchó a un espía de la policía y arrastró su cadáver hasta la casa del teniente general.</p>
¿Y si la clave de 1789 no se hallara en la obra de Voltaire o Rousseau sino en los mentideros parisinos? Es la fascinante hipótesis del historiador Robert Darnton en ‘El temperamento revolucionario’
En mayo de 1750, cuando los hijos de artesanos y burgueses empezaron a desaparecer de las calles de París, un rumor macabro se extendió como la pólvora: la policía los secuestraba para desangrarlos. La sangre pura de los inocentes, susurraban, serviría para curar la lepra de un príncipe. La histeria desembocó en los disturbios más violentos que se recordaban, una revuelta que durante unas horas puso la ciudad en manos de una multitud enfurecida que linchó a un espía de la policía y arrastró su cadáver hasta la casa del teniente general.
Aquel motín por el secuestro de niños, uno entre tantos otros episodios que sacudieron la capital francesa en el XVIII, no fue una simple anécdota, sino un eslabón más en una larga cadena de acontecimientos que, durante 40 años, fueron forjando una nueva mentalidad colectiva. Los sucesos nunca llegan desnudos a la conciencia pública, defiende el gran historiador de la Ilustración Robert Darnton (Nueva York, 1939), sino «vestidos con valores, actitudes, suposiciones, recuerdos del pasado y esperanzas para el futuro». Y en el París prerrevolucionario, esos sucesos se transmitían a través de un sistema multimedia tan complejo como el actual encarnado por TikTok y otras redes sociales: cotilleos, canciones callejeras que funcionaban como periódicos orales, cartas de noticias manuscritas, grafitis y una teatralidad desbordante que convertía cada procesión o ejecución en un espectáculo de masas.
En su monumental y recién publicado en español El temperamento revolucionario (Taurus), Darnton se aleja de las «grandes causas» para explicar el estallido de 1789, como la lucha de clases o las ideas de los filósofos ilustrados como Voltaire, Montesquieu o Rousseau. En su lugar, propone una fascinante historia de las noticias y su recepción, un estudio sobre cómo la percepción de una crisis tras otra fue radicalizando la opinión pública hasta culminar en la toma de la Bastilla. Para ello acuña un concepto, el de «temperamento revolucionario», que añade una nueva dimensión a las interpretaciones clásicas. «Me refiero a lo que Durkheim describió como una especie de visión colectiva», explica el historiador norteamericano cuando nos citamos con él por videoconferencia. «Es bastante diferente de la opinión pública. Lo que intento demostrar es que, durante los 40 años anteriores a la Revolución Francesa, la sucesión de acontecimientos, que pasaron a través de los medios de comunicación, fue percibida de una manera que creó esta mentalidad colectiva«.
De este modo, Darnton sigue la pista a una serie de acontecimientos clave que en su momento causaron un enorme impacto en la sociedad francesa, desde la fallida reforma financiera del Vingtième o la prohibición de la Enciclopedia de Diderot y D’Alembert, hasta el intento de asesinato de Luis XV o la expulsión de los jesuitas. «No existían los medios de comunicación de masas, ni la radio, ni la televisión, ni internet. Las noticias se difundían a través de la comunicación oral, sobre todo en los cafés, donde la gente se reunía para leer en voz alta los periódicos y debatir los asuntos del día«. En el epicentro de este ecosistema informativo se hallaba el famoso árbol de Cracovia, un gran árbol en los jardines del Palais-Royal que funcionaba como un mentidero donde se congregaban lesnouvellistes de bouche, los noticieros de la época.
La investigación de Darnton, que se ha prolongado durante veinte años, se nutre de un archivo apabullante que incluye informes policiales, diarios personales, correspondencia privada y, sobre todo, una ingente colección de canciones populares. «Las canciones eran una forma muy importante de comunicar noticias», subraya. «La gente corriente, que en su mayoría era analfabeta, no leía los libros de Rousseau o Voltaire, pero sí cantaba canciones con letras que hablaban de los acontecimientos del día, a menudo con melodías conocidas». Estas canciones, junto a los poemas satíricos y los libelos difamatorios, iban configurando un estado de opinión cada vez más crítico con la monarquía y sus ministros.
Un ejemplo paradigmático fue el caso del general Lally-Tollendal, ejecutado en 1766 tras ser acusado injustamente de traición por la pérdida de las colonias francesas en la India. La campaña de Voltaire en su defensa, a través de panfletos que se difundieron por toda Francia, «fue un punto de inflexión», sostiene Darnton, «porque demostró que la opinión pública podía ser movilizada para corregir un error judicial y, por extensión, para desafiar al propio sistema«.
El historiador también dedica una atención especial al llamado caso del collar de la reina, un escándalo que salpicó a María Antonieta en 1785 y que, a su juicio, supuso un golpe mortal para la imagen de la monarquía. «La historia era muy complicada, pero la versión que circuló por las calles, en forma de panfletos y canciones, parecía muy simple: la reina había intentado comprar un collar de diamantes carísimo en un momento en que el país se moría de hambre». Aquel episodio, sumado a otros muchos, fue creando la sensación de que el régimen estaba podrido hasta la médula, de que los de arriba vivían en un mundo de lujo y depravación completamente ajeno a los sufrimientos del pueblo. «Para cuando llegaron los Estados Generales en 1789», concluye Darnton, «la gente ya no creía en la legitimidad del rey. Habían perdido la fe en el sistema. Y eso, más que cualquier otra cosa, es lo que explica la rapidez con la que se desmoronó el Antiguo Régimen«.
«La Revolución Francesa no fue obra de los Philosophes», insiste Darnton, desmontando uno de los mitos más arraigados en el imaginario colectivo. «Por supuesto que las ideas de la Ilustración tuvieron un papel importante, pero no llegaron al pueblo a través de los libros, sino de una forma mucho más diluida y popularizada«. El historiador se muestra escéptico con la idea de que un puñado de intelectuales pudiera cambiar el curso de la historia con sus escritos. «La mayoría de la gente no sabía leer y, los que sabían, no leían a Rousseau en el texto original, sino en versiones abreviadas y a menudo distorsionadas que circulaban en el mercado negro de los libros prohibidos». En este sentido, la labor de Darnton ha sido fundamental para sacar a la luz todo un universo de literatura clandestina, pornográfica y subversiva que circulaba por los bajos fondos de París y que, en su opinión, tuvo un efecto mucho más corrosivo sobre el Antiguo Régimen que los grandes tratados filosóficos.
Frente a las interpretaciones marxistas de la Revolución Francesa que ponen el acento en la lucha de clases, o las revisionistas que, como François Furet, la reducen a un mero «deslizamiento» ideológico, Darnton propone una visión más compleja y matizada, en la que los factores culturales y mediáticos adquieren un protagonismo decisivo. «No se trata de negar la importancia de las causas económicas o sociales», precisa, «sino de entender cómo esas causas fueron percibidas y experimentadas por la gente de la época». Y en esa percepción, los medios de comunicación, por muy rudimentarios que nos parezcan hoy, jugaron un papel esencial. «La forma en que se contaban las noticias, los rumores que se extendían por los cafés, las canciones que se cantaban en las calles… todo eso fue creando un clima, una atmósfera, un temperamento que hizo posible lo que hasta entonces parecía impensable: el derrocamiento de una monarquía milenaria«.
Al final, la Revolución fue el resultado de un largo proceso de desacralización del poder, de una erosión lenta pero implacable de la legitimidad de un régimen que se mostraba incapaz de resolver las crisis que él mismo había generado. Cuando el 14 de julio de 1789 la multitud asaltó la Bastilla, no lo hizo inspirada por las sesudas disquisiciones de los filósofos, sino movida por un sentimiento mucho más profundo y visceral: la convicción de que el sistema era injusto y de que había llegado el momento de cambiarlo. «La gente sentía que las cosas no podían seguir así», remata Darnton. «Y ese sentimiento, esa convicción compartida por millones de personas, es lo que yo llamo el temperamento revolucionario. Sin él, la Revolución Francesa nunca habría tenido lugar».
De no ser así, ¿cómo es posible que una revolución que se habría amamantado en los pechos de la Ilustración y la Razón desembocara en el paroxismo sanguinario del Terror de 1793? Darnton se aleja de las explicaciones simplistas que culpan en exclusiva a la ambición de Robespierre o a la paranoia jacobina. Para el historiador, el Terror fue más bien la culminación de un proceso que se venía gestando desde mucho antes, en el que el miedo y la denuncia del complot se convirtieron en el principal motor de la acción política. «Desde el principio, la Revolución se vivió como una lucha a vida o muerte contra los enemigos del pueblo«, argumenta. «La idea de que existía una vasta conspiración aristocrática para aplastar la Revolución estaba por todas partes, en los periódicos, en los discursos de los clubes, en las canciones. Y en ese clima de histeria colectiva, la violencia se convirtió en una herramienta legítima para purgar la nación de traidores». La guillotina, en este sentido, no fue tanto un instrumento de justicia como un «ritual de purificación», la escenificación macabra de una regeneración moral que exigía la eliminación física del enemigo.
Inevitablemente, el estudio de Darnton sobre cómo un ecosistema mediático primitivo pudo moldear la mentalidad de una época hasta hacerla desembocar en una revolución, resuena con ecos muy actuales. «Vivimos en una época de polarización extrema, en la que las noticias falsas y las teorías de la conspiración se propagan a la velocidad de la luz a través de las redes sociales», reflexiona el historiador. La gran diferencia, señala, es que en el siglo XVIII la gente era consciente de que gran parte de la información que consumía era poco fiable, y por ello había desarrollado una suerte de escepticismo o «lectura crítica» ante las noticias. Hoy, por el contrario, «tendemos a encerrarnos en nuestras propias burbujas informativas, a consumir solo aquellos medios que confirman nuestros prejuicios, lo que hace mucho más difícil el debate racional y el consenso«. La lección del siglo XVIII, concluye, es que cuando la gente pierde la fe en las fuentes de información compartidas y se atrinchera en sus propias verdades, la cohesión social se resiente y la democracia, advierte, «corre un grave peligro».
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