<p>Es un día histórico en el Tribunal Supremo. El acusado ha entrado por la puerta de autoridades, en la hermosa plaza de la Villa de París, y allí algunos entusiastas le han dirigido gritos de ánimo. Sus compañeros de la Unión Progresista de Fiscales le arropan en la sala, y le darán palmadas en el hombro -también algún periodista- en los recesos del juicio que arranca en la Sala de lo Penal, segunda planta. <br><br>Es este un juicio extraño, porque el acusado, por el que piden hasta seis años de cárcel por revelación de secretos, ni siquiera está sentado en el primer banco frente al tribunal, donde tomamos notas los periodistas, sino en el honroso estrado. Se ha puesto la toga de fiscal, con las puñetas blancas. Y con un boli igual de blanco a veces parece hacer dibujos, ensimismado, pero otras anota multitud de cosas; tantas como si, de repente, fuera a pedir la palabra para formular la acusación fiscal contra el corrupto, el asesino, el ladrón. <br><br>Pero no: el acusado es el fiscal general del Estado, y lo que se juzga en esta imponente sala del Supremo, entre lámparas doradas y paredes granates de seda de Damasco, es si cometió un delito mientras debía perseguirlo. Así que sólo habla cuando el presidente, <strong>Martínez Arrieta</strong>, le pregunta si delinquió. «No», dice en voz un poco baja.</p>
Fue el arranque de un juicio extraño: el fiscal general, presunto revelador de secretos, asistió togado y desde el estrado a la destrucción de la Fiscalía
Es un día histórico en el Tribunal Supremo. El acusado ha entrado por la puerta de autoridades, en la hermosa plaza de la Villa de París, y allí algunos entusiastas le han dirigido gritos de ánimo. Sus compañeros de la Unión Progresista de Fiscales le arropan en la sala, y le darán palmadas en el hombro -también algún periodista- en los recesos del juicio que arranca en la Sala de lo Penal, segunda planta.
Es este un juicio extraño, porque el acusado, por el que piden hasta seis años de cárcel por revelación de secretos, ni siquiera está sentado en el primer banco frente al tribunal, donde tomamos notas los periodistas, sino en el honroso estrado. Se ha puesto la toga de fiscal, con las puñetas blancas. Y con un boli igual de blanco a veces parece hacer dibujos, ensimismado, pero otras anota multitud de cosas; tantas como si, de repente, fuera a pedir la palabra para formular la acusación fiscal contra el corrupto, el asesino, el ladrón.
Pero no: el acusado es el fiscal general del Estado, y lo que se juzga en esta imponente sala del Supremo, entre lámparas doradas y paredes granates de seda de Damasco, es si cometió un delito mientras debía perseguirlo. Así que sólo habla cuando el presidente, Martínez Arrieta, le pregunta si delinquió. «No», dice en voz un poco baja.
Ha querido la historia que este lunes parezcamos asistir a la voladura del Estado desde varios puntos de España. En Valencia, Mazón anuncia su dimisión. En Madrid, Moncloa envía los correos de la mujer del presidente al juez Peinado. Y en el mismo edificio desde el que el magistrado Puente envía a juicio a Ábalos, Koldo y Aldama por la compra de mascarillas y por los pagos al entonces ministro y a sus «parejas», arranca un juicio devastador antes de su sentencia; histórico; y sí, muy extraño.
Son las diez de la mañana pasadas y el acusado masca chicle, presuntamente. No existe pericial que lo acredite ni le vi sacarse el chicle con los dedos. No hay pistola humeante. Pero parece un chicle. Más tarde todo apunta a que, de vez en cuando, descansa los ojos. Presuntamente. La sesión no acabará hasta las ocho de la tarde.
El absurdo esperado se produjo. Algo se rompió cuando la subordinada Sánchez Conde, en vez de acusar, defendió a su superior. Lo hizo sin épica, porque la teniente fiscal no tiene la mejor dicción ni una claridad argumental superlativa. Por no mencionar que es de esas personas que hablan del móvil y de internet como de «las nuevas tecnologías».
Lo hizo mejor la abogada del Estado, Consuelo Castro, que tiene voz de cine. Entre las dos nos explicaron que el instructor ha pisoteado los derechos fundamentales del fiscal general por entrar en su domicilio -era su despacho- y ordenar el análisis de su móvil; por dirigir contra él un proceso «inquisitivo y prospectivo» -sobrevoló el fantasma de Begoña Gómez-; por sentarlo en el banquillo sin indicios, lo cual extendió el manto de deslegitimación a la Sala de Apelaciones que fue respaldando a Hurtado, e incluso a los siete magistrados que las escuchaban. Como no son abogadas de terroristas ni del procés, lo que vimos fue al Estado arrancándose la piel a jirones.
Empezaron los testigos. El fiscal Julián Salto, que habla rapidísimo, inspiró cierta ternura. Parecía agobiado por que sus jefes pensaran que no estaba en el lado correcto de la historia. Dejó muy claro que él no leía EL MUNDO (el verbo fue «consumir»), lo que seguramente reconfortó al acusado, aunque su declaración le vino más bien mal: nunca le habían llamado por la noche ni le habían sacado de un partido de fútbol por motivos de Estado; tampoco el acceso a los papeles de Alberto González Amador era tan extendido (499 personas) como la defensa asegura.
Después vino Pilar Rodríguez, antes imputada, que se lamentó mucho de que también todos la hubiéramos malinterpretado -un nuevo bulo del instructor-: ella nunca escribió que en la nota de prensa de la Fiscalía hiciera falta «más» cianuro, sino sólo «un poco». La fiscal jefe provincial se quedó en la sala a escuchar a su rival, Almudena Lastra: la testigo de cargo, abiertamente enfrentada a García Ortiz. La más interesante. Lastra habló mucho y con bastante sensatez: para defender la buena actuación de la Fiscalía no hacía falta vulnerar el derecho de defensa de un ciudadano.
Fue a Lastra a quien García Ortiz le dijo aquello de que «si dejamos pasar el momento, nos van a ganar el relato». También fue ella quien le acusó de haber filtrado los correos del novio de Isabel Díaz Ayuso. Él no se lo negó. Prefirió responderle a lo James Bond: «Eso ahora no importa». Recordándolo, Lastra dejó otra frase para la historia: «¡A mí eso se me quedó clavado en el alma!».
Con Lastra se ensañó la abogada del Estado. Tras el inaudito sarcasmo de felicitarla por que sólo trabaje por las mañanas -me levanto a las 6 de la mañana y me acuesto a las 11 de la noche, replicó ella-, Castro entró en un bucle un poco desagradable que obligó al presidente a intervenir: Lastra no estaba allí para que se cuestionara su trabajo. Pero a la abogada del Estado le dolía que la testigo cuestionara el del fiscal general. Ahí también se rompió algo.
Para cuando llegó Diego Villafañe, mano derecha de García Ortiz, ya era de noche y la mitad de la audiencia se había marchado. El fiscal general quería que este testigo fuera convocado al día siguiente; hizo un gesto de desaprobación, pero no pudo evitarlo. ¡No todo lo puede el acusado! Villafañe se mostró muy a la defensiva y antes de salir apretó la mano del fiscal general. Sigue siendo su jefe, al fin y al cabo.
Durante toda la sesión, García Ortiz custodió una mochila negra con cremalleras rojas. Las mentes más fantasiosas pudimos imaginar cómo en un momento, para acabar con la destrucción en directo de la Fiscalía, abría la mochila y sacaba sus móviles y su táblet mágicamente reformateados, con todos esos mensajes, correos y llamadas recuperados, para darse a sí mismo y a la Fiscalía justo aquello a lo que renunció borrándolos: el reconocimiento automático de su inocencia. Pero la mochila se quedó cerrada.
España
