<p class=»ue-c-article__paragraph»>Es posible creer en los incentivos y en la extraordinaria importancia de lo privado en economía sin desdeñar lo público. Estados Unidos, epítome del emprendimiento individual y la innovación capitalista, ha lanzado un experimento económico-social que ha devenido más destructivo que audaz. Lo público no ha sido solo recortado: ha sido socavado desde su base histórica y racional. En el proceso, se ha intentado arramblar incluso con parte de lo público que permite que lo privado prospere: la libertad de opinión y el edificio constitucional e institucional que sustenta toda economía moderna. El puente entre lo público y lo privado se asemeja al que existe entre la responsabilidad y el compromiso en las relaciones personales: no se pueden escoger por separado, como si fueran platos de un menú. La responsabilidad implica asumir deberes y consecuencias; el compromiso, una entrega sostenida, una lealtad activa. Separarlos debilita el vínculo. Y lo mismo ocurre con el tejido institucional: lo privado necesita de lo público para sostenerse.</p>
DOGE no ha recortado el gasto, ha amputado herramientas colectivas sin ofrecer alternativas, ni valorar su importancia real.
Es posible creer en los incentivos y en la extraordinaria importancia de lo privado en economía sin desdeñar lo público. Estados Unidos, epítome del emprendimiento individual y la innovación capitalista, ha lanzado un experimento económico-social que ha devenido más destructivo que audaz. Lo público no ha sido solo recortado: ha sido socavado desde su base histórica y racional. En el proceso, se ha intentado arramblar incluso con parte de lo público que permite que lo privado prospere: la libertad de opinión y el edificio constitucional e institucional que sustenta toda economía moderna. El puente entre lo público y lo privado se asemeja al que existe entre la responsabilidad y el compromiso en las relaciones personales: no se pueden escoger por separado, como si fueran platos de un menú. La responsabilidad implica asumir deberes y consecuencias; el compromiso, una entrega sostenida, una lealtad activa. Separarlos debilita el vínculo. Y lo mismo ocurre con el tejido institucional: lo privado necesita de lo público para sostenerse.
El Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE), creado en la segunda administración Trump con la bendición de Elon Musk, prometía racionalizar el gasto federal. La realidad fue otra. Su hoja de ruta no consistió en revisar ineficiencias, sino en erradicar estructuras públicas enteras bajo la retórica de la «reducción de tamaño». Entre los primeros objetivos estuvieron instituciones como la National Public Radio (NPR) y la National Endowment for the Arts (NEA), fundamentales no solo para la vida democrática y cultural del país, sino para su economía real. En mayo de 2025, una orden ejecutiva cortó la financiación federal a NPR y PBS, justificada por un presunto sesgo ideológico. NPR y varias emisoras locales presentaron una demanda el 27 de mayo, argumentando que esta acción viola la Primera Enmienda y el debido proceso. DOGE coordinó el desmantelamiento operativo, forzando a emisoras locales a despedir personal y recortar programación. Aunque no se dispone de cifras oficiales sobre el impacto económico de estos recortes, desde hace años se ha destacado el papel de NPR en la economía local y la generación de empleo.
El vacío informativo fue colonizado rápidamente por plataformas algorítmicas donde proliferan teorías conspirativas. La RAND Corporation ha estudiado este fenómeno, señalando cómo la «decadencia de la verdad» ha erosionado el discurso civil y causado parálisis política. Pero la erosión del espacio público no se limita a los medios. Incluso en instituciones privadas de prestigio, como Harvard, han surgido iniciativas para restringir el derecho a disentir, en nombre del orden o la reputación institucional. El debilitamiento del debate público -ya sea por algoritmos o por censura académica- revela una crisis más profunda: cuando se socavan los espacios donde la verdad puede discutirse libremente, no solo se desinforma, también se desactiva la ciudadanía.
La cultura se desnuda para ser abordada por el bisturí. El gobierno ha propuesto incluso eliminar por completo la NEA del presupuesto federal de 2026. DOGE canceló cientos de subvenciones previamente aprobadas. Solo en Carolina del Norte, el sector cultural sin ánimo de lucro generó 2.230 millones de dólares en impacto económico, respaldando casi 38.000 empleos y generando más de 439 millones en ingresos fiscales. A nivel nacional, las industrias culturales aportaron 1,2 billones de dólares al PIB en 2023, representando el 4,2% de la economía estadounidense y empleando a 5,4 millones de personas, según la Oficina de Análisis Económico.
En energía y transporte, las paradojas se acumulan. Texas, en nombre del libre mercado, privatizó su red eléctrica. Tras una tormenta invernal, el sistema colapsó. El coste de los apagones fue de hasta 130.000 millones de dólares, según estimaciones. Mientras tanto, el gobierno federal mantiene subvenciones a los combustibles fósiles pese a su impacto ambiental y fiscal. Noruega, con impuestos del 78% a sus petroleras, financia educación gratuita. La comparación es incómoda.
La innovación no surge en el vacío. Silicon Valley, símbolo de la iniciativa privada, fue impulsado inicialmente con fondos públicos. El GPS, internet, los microchips: todo se desarrolló con inversión estatal. Como recordó la economista Mariana Mazzucato, incluso el iPhone integra tecnologías financiadas con dinero público. El Estado no es enemigo del mercado, sino su incubadora silenciosa. Recortar lo público no solo reduce servicios: mutila las bases mismas de la competitividad a largo plazo.
En salud, el modelo estadounidense ha sido históricamente un experimento radical de privatización. A pesar de gastar más del 16% del PIB, Estados Unidos tiene una esperanza de vida inferior a la de muchos países europeos con sistemas públicos sólidos. Cuando agencias clave como los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC) son desmanteladas o carecen de recursos suficientes, el impacto no es abstracto: se traduce en pérdidas humanas. La respuesta inicial a la pandemia de COVID-19 evidenció las fallas de un sistema fragmentado, donde la información no circulaba adecuadamente y las medidas de prevención se aplicaban de forma desigual. El resultado fue devastador: más de un millón de muertes.
Pocos recuerdan que, durante la Gran Depresión, fue el gasto público el que mantuvo en pie la economía estadounidense. La Seguridad Social, creada en 1935, no fue solo una red de protección: fue una máquina de estabilidad macroeconómica. Más tarde, la Ley GI permitió a millones de veteranos estudiar, comprar casas y fundar negocios, dando origen a una de las clases medias más dinámicas del siglo XX. Lo público no solo evita el colapso: crea condiciones de despegue. En cada ciclo histórico, cuando el Estado ha invertido en ciencia, salud, educación y vivienda, el resultado ha sido una ampliación de las oportunidades individuales. Por eso no sorprende que, cuando se retiran estos pilares, aumenten la incertidumbre, la precariedad y el cinismo político. No es solo que se desfinancien servicios: se debilita el contrato social que sostenía la confianza en el sistema.
El relato del recorte se agrieta. El DOGE no redujo un Estado hipertrofiado: amputó herramientas colectivas sin ofrecer alternativas. La economía -incluso la más liberal- requiere estructuras públicas que garanticen derechos, reduzcan desigualdades y estabilicen el mercado. GPS, infraestructura, educación, información verificada: sin estas bases, lo privado tampoco puede operar con normalidad. El desmantelamiento no trajo ahorro. Solo desplazó los costes a los hogares, los gobiernos locales y las futuras generaciones. Lo público no era un lujo, sino un cimiento.
*Francisco Rodríguez es Catedrático de Economía de la Universidad de Granada y economista sénior de Funcas.
Actualidad Económica