<p>No es la desesperación lo que mata, es la esperanza mal colocada. El amor, cuando falla, no deja huella por el sentimiento en sí, sino por lo que uno esperaba del otro. Los mercados funcionan igual. No se hunden por una mala noticia, lo hacen por una mala confianza, por creer que el refugio era sólido cuando solo era cartón piedra pintado de hegemonía.</p>
El sur de Europa ha vuelto a ser atractivo, pero no porque lo hagamos mejor, sino porque el norte empieza a parecerse a nosotros.
No es la desesperación lo que mata, es la esperanza mal colocada. El amor, cuando falla, no deja huella por el sentimiento en sí, sino por lo que uno esperaba del otro. Los mercados funcionan igual. No se hunden por una mala noticia, lo hacen por una mala confianza, por creer que el refugio era sólido cuando solo era cartón piedra pintado de hegemonía.
Durante décadas, los inversores se aferraron al dólar como se aferra uno a un viejo amor que nunca traiciona. Estados Unidos era la promesa de estabilidad: su mercado de deuda, el abrigo último frente al caos. China podía ralentizarse, Europa extraviarse, el mundo prenderse fuego… pero el Tesoro americano seguiría allí, líquido, fiable y eterno. Idealizado. Hasta que el monstruo se asomó desde dentro. Hoy, el peligro no viene de fuera. No es una guerra, ni un cisne negro, ni siquiera una crisis bancaria. Es la acumulación progresiva de un desorden fiscal convertido en dogma. Estados Unidos rozará este año el 130% de deuda sobre PIB. Su déficit estructural se acerca al 6%. Y sus legisladores —cuando no están paralizando el Congreso— aprueban planes de gasto que ya no buscan equilibrio, solo votos que no saben que, en sentido último, pagan la factura.
El Tesoro de Estados Unidos necesita vender más de 2 billones de dólares netos en 2025. Cada punto porcentual de tipos eleva el coste del servicio de la deuda en decenas de miles de millones. Y, sin embargo, la demanda de bonos ya no es lo que era: los bancos centrales emergentes diversifican, los fondos de pensiones europeos se repliegan, y los hedge funds, que antes compraban por inercia, ahora exigen rentabilidades de dos dígitos para asumir siquiera el riesgo de duración. Ya no basta con ser América.
No parece haber conciencia del límite que tiene el endeudamiento público. Sorprende que el mito ‘riesgo cero’ se haya convertido en una ley más que en un dato. En abril, el tramo largo del Treasury se descompuso. Las subastas encontraron menos demanda. El dólar flaqueó. No por un shock, sino por exceso de normalidad. La política fiscal dejó de parecer excepcional y empezó a parecer permanente.
No obstante, el mercado sigue actuando como si no pasara nada porque las expectativas son más poderosas que los números del pasivo. Se cree que la Fed resistirá toda presión política; que Trump respetará los límites institucionales; que el dólar es inmortal porque todos creen que nunca morirá. Es una de las profecías autocumplidas más grandes de la historia financiera… hasta que deje de satisfacerse. La economía del comportamiento lo explica con precisión quirúrgica: sesgo de statu quo, anclaje, ilusión de control. Se sigue apostando por el viejo monstruo, aunque respire distinto. Se descuenta el riesgo fiscal, se ignora la polarización, se minimiza la erosión institucional. Todo sea por no reconocer que el centro puede estar cediendo.
Mientras tanto, Europa vive su espejismo. Tipos a la baja, inflación domesticada, primas comprimidas. El BCE respira y los fondos vuelven tímidamente. España, Italia y Francia colocan deuda con facilidad, pero no porque el sur se haya vuelto virtuoso, sino porque el norte del mundo empieza a parecerse al sur. No ganamos atractivo: otros lo pierden.
En el fondo, sea cual sea su profundidad, todo esto es consecuencia de que hemos vivido quince años bajo el reinado de los números. La expansión cuantitativa lo distorsionó todo. Infló precios, reprimió el riesgo, convirtió activos basura en apetecibles y camufló la escasez de fundamentos tras una sobreabundancia de liquidez. Lo que vino después no fue lógica, solo fe. Por eso proliferaron las criptomonedas. No tenía méritos económicos pero sí una belleza, aunque circular, de sus cifras. Por eso el reguetón, incluso sin melodía ni tensión armónica, domina las listas: porque tiene plays. En esta era, el guarismo se ha vuelto más importante que el juicio. Más aún: el número ha sustituido al juicio.
El mercado no huye del riesgo; es más de la sensación de ir contra el flujo. Mientras el flujo lo marquen los algoritmos, las pantallas y la frecuencia del instante, todo lo que tenga número parecerá real. Aunque no lo sea. Aun así, el momento es propicio para pensar a lo grande. Si el dólar empieza a fisurarse como activo refugio, Europa tiene una ventana, no para sustituir al monstruo, pero sí para dejar de ser decorado. Hace falta unión bancaria, un Tesoro común, más capital político y menos miedo. La historia no espera.
Irónicamente, todo esto podría acabar con una nueva carcajada del mercado. Otra ronda de compras desaforadas de bonos americanos. Un vuelo masivo hacia el dólar en la próxima crisis porque así es la esperanza: persiste incluso cuando ya no hay razones. Lo difícil no es amar, sino elegir bien a quién. Los mercados, como los amantes ingenuos, a veces se equivocan de monstruo.
*Francisco Rodríguez es Catedrático de Economía de la Universidad de Granada y economista sénior de Funcas.
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