<p>En el médano del Asperillo aún hoy es posible encontrar troncos calcinados. Son pocos y pasan desapercibidos entre las camarinas, las aulagas, los enebros o las sabinas de este sistema de dunas móviles que forma un acantilado a la orilla misma del Atlántico. Los trozos de madera ennegrecidos, sobre todo de pinos, son los restos del <a href=»https://www.elmundo.es/papel/historias/2018/06/28/5b33a878ca4741561c8b460c.html»>peor incendio</a> que ha sufrido el espacio protegido de Doñana en toda su historia, una suerte de memorial para que no se olvide un desastre forestal y ambiental que borró, en solo unos días, <strong>más de 10.000 hectáreas</strong> de un altísimo valor natural.</p>
Un plan de restauración ecológica, que no una repoblación, el consenso político y la primacía de los criterios científicos y técnicos frente a los políticos permitió al parque nacional recuperarse del fuego que devoró casi 10.000 hectáreas hace ocho años
En el médano del Asperillo aún hoy es posible encontrar troncos calcinados. Son pocos y pasan desapercibidos entre las camarinas, las aulagas, los enebros o las sabinas de este sistema de dunas móviles que forma un acantilado a la orilla misma del Atlántico. Los trozos de madera ennegrecidos, sobre todo de pinos, son los restos del peor incendio que ha sufrido el espacio protegido de Doñana en toda su historia, una suerte de memorial para que no se olvide un desastre forestal y ambiental que borró, en solo unos días, más de 10.000 hectáreas de un altísimo valor natural.
Las huellas de aquel fuego salvaje permanecen ocho años después, pero que estén casi escondidas, camufladas entre el matorral y, en algunos casos, sepultadas por la arena dorada es la demostración más palpable (o visible) de que el trabajo que allí se hizo ha dado resultado, que las recetas que se aplicaron terminaron por curar las heridas, las graves heridas, de una Doñana que solo en 1998, con el vertido de la mina de Aznalcóllar, se vio tan amenazada.
Desde lo más alto del médano del Asperillo la visión es en verde y azul. El verde del pinar que se salvó al otro lado de la carretera que une Mazagón y Matalascañas y de la vegetación que ha renacido gracias al plan de restauración que puso en marcha la Junta de Andalucía en colaboración con otras administraciones, con organizaciones conversacionistas y con cientos de voluntarios que quisieron colaborar. El azul, del océano que baña la playa de Cuesta Maneli, hacia la que se dirigen algunos bañistas afortunados de vacaciones tardías por una pasarela de madera que sortea, con un diseño zigzagueante, la empinada pendiente de las dunas.
Nada que ver con el negro y el gris que dominaban el mismo paisaje el día después de que aquel monstruo de fuego devorase todo lo que encontró a su paso. Aquí, en el Asperillo, solo quedaron los clavos de la pasarela por la que hoy transitan los veraneantes privilegiados. Los clavos, rescoldos humeantes y el olor indescriptible que dejó aquel tsunami infernal.
«Hoy Doñana está más y mejor preparada, al menos en el área que resultó afectada por el incendio». Quien habla es el director del Parque Nacional de Doñana. Juan Pedro Castellanos, que recuerda bien aquel 24 de junio de 2017, dónde estaba y qué hacía cuando saltaron las alarmas y no olvida cómo tuvo que ordenar la evacuación de las oficinas del espacio, incluidas las instalaciones de cría del lince ibérico, un auténtico emblema. Su coche estuvo a apenas 200 metros de arder.
Aquel incendio, cuenta, fue producto de una combinación diabólica de temperatura elevada y vientos fuertes y cambiantes. Encima, se produjo a principios de verano, con lo que la regeneración de lo quemado tuvo una dificultad añadida. En palabras del director de Doñana, «una conjunción de catastróficas desdichas».
En aquellos días se alcanzó en la zona una temperatura de hasta 42 grados y los vientos soplaron con una fuerza de hasta 60 kilómetros por hora, con rachas en las que se llegaba a los 90 kilómetros por hora. Desde la primera notificación del fuego, registrada a las 20.50 horas del 24 junio, hasta su extinción total pasaron 14 días, dos semanas. Los primeros dos días y hasta que quedó controlado, el 27 de junio, se vivieron momentos de angustia, más de 20.000 personas fueron confinadas en Matalascañas y varios cientos más, desalojadas de un cámping que ardió por completo y de las casas más cercanas del núcleo turístico de Mazagón.
Hasta la devastadora ola de fuegos de este verano en el noroeste peninsular, el incendio de Las Peñuelas -se denominó así porque en ese paraje se originó, por una negligencia aún pendiente de enjuiciar- era considerado el quinto peor de la historia de España y el cuarto peor en los últimos 25 años.
Sus 10.000 hectáreas parecen una anécdota ante las casi 400.000 que han ardido solo en dos semanas de este mes de agosto, pero de aquel siniestro, opina Castellanos, se pueden extraer lecciones que pueden ser útiles a la hora de abordar el día después en Orense o Zamora.
Solo días después de que los efectivos del Plan Infoca de la Junta lograsen controlar las llamas, el 29 de junio de 2017, el director general de Gestión del Medio Natural creó un grupo de trabajo científico y técnico para que formulase propuestas que debían ser, y fueron, las bases del plan de restauración, que implicó una inversión de más de 12 millones de euros.
Al frente de aquel grupo, y del plan posterior, estuvo Miguel Ángel Maneiro, que hoy pasea junto al director de Doñana por el Asperillo dando cuenta de unos días, unos meses, unos años, que fueron intensos, duros pero, sobre todo y a su juicio, fructíferos.
Primero, señala, porque primó la coordinación política e institucional. Segundo, porque se huyó de medidas inmediatas y efectistas, se apostó por actuar con serenidad. Y, tercero, porque los criterios técnicos y científicos con los que se diseñó cada uno de los proyectos incluidos en el plan no tuvo la menor contestación por parte de los responsables políticos. Ni un pero, ni un regateo a los presupuestos.
«No hubo ninguna injerencia política, el objetivo de todos era hacer el mejor plan de restauración posible», confirma Maneiro, que se encargó de poner en marcha un plan que, hasta ese momento, no tenía antecedentes. «No se había hecho nada igual», constata Castellano.
Los diez expertos, entre técnicos y científicos, presentaron en un tiempo récord sus recomendaciones básicas, las directrices se aprobaron un año después del incendio y, acto seguido, entró en juego el plan de restauración, con un horizonte temporal que llegaba hasta 2024, pero que se ha extendido y se extenderá porque «es un plan vivo».
«Había cosas que teníamos muy claras, que los horizontes temporales debían ser amplios, que las prisas no casan bien con las restauraciones y que, a veces, es mejor no hacer nada que hacer, que había que valorarlo todo muy bien y desde un enfoque multidisciplinar», detalla el director de Doñana.
Tampoco hubo dudas, y casi ni discusión, en lo que respecta a que debía ser un plan de restauración ecológica, huyendo de las tradicionales y tentadoras repoblaciones. «Había que recuperar especies, pero también procesos ecológicos y servicios a la ciudadanía, pero no necesariamente de la misma manera, no replicando lo que había antes», añade Maneiro.
Aquí, puntualiza, el diagnóstico fue clave. De hecho, añade, tan importante fue el diseño y ejecución de los proyectos concretos como el análisis de cada hectárea quemada. Un análisis que no terminó nunca, pues la observación fue, es, constante.
En la mente de todos está el cambio climático, la necesidad de adaptarse a una realidad de temperaturas más extremas, de olas de calor más frecuentes y, consecuentemente, de incendios más intensos, más devastadores. «Queríamos generar un territorio que resistiera mejor», apunta Castellano.
Eso se concretó, por ejemplo, en densidades de plantación menores. Justo lo que se ve desde lo alto del Asperillo, menos continuidad de árboles, más «mosaicos», con espacios entre las zonas de arbolado precisamente para evitar que el fuego lo arrase todo.
Se usó maquinaria solo donde podía utilizarse, con criterios técnicos y científicos, y se replantaron árboles en algunas zonas formando calles circulares, lo que permitía preservar de las máquinas pesadas la mitad del terreno y contar con espacio para luchar contra un incendio, si se daba el caso.
De forma paralela, y sin pausa tras el siniestro, se llevaron a cabo tareas de emergencia, labores que no podían esperar, como la retirada de madera quemada. Como muestra de la colaboración institucional queda que el Ministerio de Agricultura, controlado entonces por el PP (la Junta la gobernaba el PSOE), puso un millón de euros de inmediato para esta fase de urgencia.
Doñana también ha sacado y aprovechado las lecciones de aquel siniestro y trata ahora, avanza su director, de aplicar aquellas recetas de mayor resiliencia frente al cambio climático a todo el parque en forma de un programa de adaptación a este fenómeno que establezca directrices generales y que debería estar terminado a finales de este mismo año.
Aquel plan no solo contó, a posteriori, con reconocimiento científico, sino también con el respaldo de organizaciones conservacionistas como WWF, Plant For The Planet o Ecologistas en Acción.
Juan Romero, portavoz en Huelva de Ecologistas en Acción, coincide con Castellano y Maneiro en que una de las claves fue «la unanimidad y el consenso de todas las partes, que no hubo enfrentamiento, fue modélico y reconocido por todo el mundo».
No obstante, Romero cree que, en algunos aspectos, «nos hemos relajado» y se pregunta si se está haciendo todo lo posible para que no se repita aquel desastre. «Los deberes no están hechos», insiste.
En cualquier caso, como Castellano y Maneiro, sí cree que de aquel incendio de Doñana, de cómo se abordó su restauración, se pueden extraer lecciones útiles que se pueden aplicar, con matices, para abordar el día después de los incendios de este verano.
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