<p class=»ue-c-article__paragraph»>Hace cuatro décadas, España emprendió un camino que ha transformado su economía: la adhesión a la entonces<strong> Comunidad Económica Europea, </strong>firmada el 12 de junio de 1985. Aquel hito supuso el anclaje definitivo a Europa y el impulso modernizador más potente tras la apertura iniciada con el<strong> Plan de Estabilización de 1959.</strong> Cuatro décadas después, el balance es muy positivo en crecimiento, empleo y bienestar, aunque también revela las asignaturas pendientes que condicionan nuestro futuro económico.</p>
El cambio de la economía española ha sido radical en cuatro décadas. Pero es clave recuperar la ambición de seguir avanzando.
Hace cuatro décadas, España emprendió un camino que ha transformado su economía: la adhesión a la entonces Comunidad Económica Europea, firmada el 12 de junio de 1985. Aquel hito supuso el anclaje definitivo a Europa y el impulso modernizador más potente tras la apertura iniciada con el Plan de Estabilización de 1959. Cuatro décadas después, el balance es muy positivo en crecimiento, empleo y bienestar, aunque también revela las asignaturas pendientes que condicionan nuestro futuro económico.
La convergencia tras la incorporación. En estos 40 años, España ha vivido un intenso proceso de convergencia económica. El PIB per cápita en paridad de poder adquisitivo se ha multiplicado por 2,5. La brecha con los 15 países que entonces formaban la UE se ha reducido en 15 puntos porcentuales, alcanzando en 2025 el 88,1% del promedio. Respecto a Estados Unidos, la distancia se ha recortado del 52,4% al 67,2%. Durante estos años se produjo una internacionalización de la economía española muy intensa: las exportaciones de bienes y servicios sobre PIB aumentaron del 20,9% de 1985 (WB) al 37,1% de principios de 2025.
También el mercado de trabajo ha experimentado una transformación profunda. La población ocupada casi se ha duplicado, pasando de 11 a más de 21 millones de personas. Las mujeres, que en 1985 representaban apenas el 29% de la población ocupada, suponen hoy casi el 47%. Además, la tasa de paro se ha reducido de un 21,5% al 11,4% del primer trimestre de 2025. Los cambios demográficos también han sido enormes: en 1985 sólo 241.971 personas eran extranjeras (0,6% del total de la población española) y, a principios de 2025, 9.379.972 habían nacido en el extranjero (19,1%).
La esperanza de vida al nacer ha aumentado casi dos años por década, pasando de 76,4 a 84, la más alta de la UE y casi cinco años por encima de la estadounidense. El consumo per cápita (privado y público) se ha duplicado y la desigualdad medida por el índice de Gini se ha mantenido estable, a diferencia de la tendencia creciente observada en otras economías avanzadas, principalmente en EE. UU. Todos estos avances han permitido que la brecha de bienestar con la economía norteamericana se haya reducido en 19 puntos.
Una convergencia truncada en 2008. Sin embargo, el proceso de convergencia en renta per cápita tuvo un antes y un después con la Gran Recesión. En 2008, España alcanzó un 69% del PIB per cápita de EE. UU. y desde entonces ha avanzado menos de lo que cabría esperar. Si proyectamos el mismo patrón de acercamiento al nivel de renta per cápita de la UE15 o de EE.UU. que mantuvimos entre 1985 y 2008, hoy España habría superado 81% de la renta estadounidense, y estaría 8 puntos por encima de la media de la UE. Este escenario contrafactual es una forma de dimensionar el coste de la crisis financiera y de la posterior falta de reformas estructurales ambiciosas, como han emprendido la mayoría de países que se incorporaron posteriormente a la UE y que han continuado con su proceso de convergencia. Ello explica que en los últimos 20 años hayamos perdido casi 14 puntos de renta per cápita con la UE27.
Los desafíos que persisten. España debe ahora retomar esa agenda reformista con decisión. La productividad, el principal determinante del crecimiento a largo plazo, sigue siendo una debilidad estructural. El aumento del PIB por ocupado en un 65% desde 1985 no ha sido suficiente para cerrar su brecha con los países más productivos, particularmente con EE.UU., que se ha ampliado en las dos últimas décadas. Algo parecido ocurre con la productividad por hora trabajada. Las horas por persona ocupada han disminuido un 8% en línea con los avances de productividad y el patrón observado de la relación entre estas dos variables para las economías de la OCDE. Sólo el aumento de la productividad permitirá seguir reduciendo la jornada laboral sin lastrar la creación de empleo, aumentar la renta per cápita a largo plazo y generar recursos públicos suficientes con los que sostener el estado del bienestar.
Buena parte de la debilidad de la productividad radica en una insuficiente inversión en capital físico, humano y tecnológico. La inversión en capital fijo por persona ocupada, incluso si se excluye la residencial, no ha recuperado el nivel anterior a la Gran Recesión. La Formación Bruta de Capital Fijo por ocupado necesita crecer con mayor intensidad y continuidad para sostener el crecimiento de la productividad. La inversión en I+D, aunque ha aumentado del 0,5% al 1,5% del PIB desde 1985, sigue lejos del promedio europeo (2,13%). Y el capital humano requiere un sistema educativo conectado con las necesidades del siglo XXI, que reduzca el elevado nivel de fracaso escolar, mejorando la calidad desde la educación temprana hasta la formación profesional y continua.
La mejora de la productividad debe ocurrir al mismo tiempo que se reduce una tasa de desempleo (que prácticamente duplica la de la UE) y converge la tasa de empleo de la población en edad de trabajar. Las políticas activas, la mejora de la intermediación laboral y una mayor flexibilidad combinada con una protección social más eficiente pueden ayudar a corregir este problema crónico.
Por último, pero no menos importante, debe mejorar la calidad institucional y el funcionamiento de las administraciones públicas. Un marco regulatorio y una fiscalidad predecibles, una administración eficiente, un sector público que asegure la sostenibilidad de sus finanzas y que no sacrifique el gasto productivo, y un sistema judicial ágil son condiciones indispensables para atraer el abundante ahorro privado a proyectos de inversión más rentables, fomentar la innovación y aumentar la competitividad. Las instituciones fueron clave en la integración europea. En línea con los informes de Mario Draghi y Enrico Letta, es imprescindible mejorar su eficiencia y eliminar las barreras del Mercado Único para afrontar los desafíos del envejecimiento demográfico, la transición energética y la digitalización, y aprovechar las oportunidades que ofrecen la IA, las nuevas tecnologías y la sostenibilidad.
Europa como proyecto de futuro. La entrada en la UE fue posible gracias a un consenso político y social sin precedentes. Hoy ese consenso parece más frágil, y las reformas necesarias para afrontar los retos del presente y del futuro se enfrentan a una mayor fragmentación política. Pero prescindir de ellas implicaría renunciar a la convergencia con las sociedades más avanzadas en bienestar.
Europa vuelve a ofrecer un marco de oportunidades en medio de tantas disrupciones y riesgos geopolíticos como los actuales. España necesita recuperar el espíritu reformista y europeísta que hizo posible la transformación de los últimos 40 años. Mirar atrás nos permite valorar todo lo conseguido. Pero es igualmente importante tener la ambición de seguir avanzando. Porque si Europa fue nuestro trampolín al progreso, sólo con reformas y una visión común podremos llegar más lejos aún.
*Rafael Doménech es catedrático de la Universidad de Valencia y responsable de análisis económico de BBVA Research.
Actualidad Económica