Europa está rompiendo con la obligación de reconocer el derecho al asilo de las personas forzadas a abandonar su país de origen. Un gobierno europeo tras otro da la espalda a una de las principales garantías del derecho internacional, desarrollada tras el Holocausto y la II Guerra Mundial. La protección de los refugiados, consagrada en convenios internacionales hace 70 años, se reduce por momentos en el continente y ya es papel mojado en países como Italia, que ha iniciado la deportación de migrantes, o en Finlandia y Polonia, dispuestas a suspender temporalmente el derecho de los refugiados.
La protección de los refugiados, consagrada en convenios internacionales hace 70 años, se reduce en el continente y ya es papel mojado en Italia, Finlandia y Polonia
Europa está rompiendo con la obligación de reconocer el derecho al asilo de las personas forzadas a abandonar su país de origen. Un gobierno europeo tras otro da la espalda a una de las principales garantías del derecho internacional, desarrollada tras el Holocausto y la II Guerra Mundial. La protección de los refugiados, consagrada en convenios internacionales hace 70 años, se reduce por momentos en el continente y ya es papel mojado en países como Italia, que ha iniciado la deportación de migrantes, o en Finlandia y Polonia, dispuestas a suspender temporalmente el derecho de los refugiados.
La ruptura de la UE con el concepto tradicional del derecho al asilo es tan evidente que la cumbre europea de este jueves en Bruselas ha debatido sobre la posibilidad de deportar a terceros países a los potenciales refugiados. Y el plan ha sido defendido por la propia Comisión Europea, que hasta hace poco consideraba incompatible con el derecho comunitario la expulsión sin miramientos de los solicitantes de asilo.
Ahora Bruselas guarda silencio ante la deriva de Roma o Varsovia. Y bajo la presidencia de Ursula von der Leyen, la Comisión ha pasado de inquietarse por las presuntas violaciones del derecho de asilo al interés por comprobar si la patada hacia afuera en las fronteras puede calmar a esa parte de la opinión pública angustiada por una migración supuestamente incontrolada.
La deportación, estrenada esta semana por el Gobierno italiano de Georgia Meloni, busca disuadir a las personas que en su lucha por salvar la vida se planteen buscar refugio en suelo europeo. No se trata de frenar los flujos migratorios, que responden a motivos estructurales ligados a la realidad económica y social del siglo XXI, imposibles de eludir con la simple reclusión de unas decenas o centenares de personas en un campo de internamiento como pretenden Meloni o Alberto Núñez Feijóo. El objetivo de esa medida es, más que nada, romper el tabú de que la expulsión de un aspirante al asilo contraviene la legislación internacional y hasta el más elemental sentido de humanidad.
Los partidarios de esa ruptura, entre los que figuran buena parte del arco europarlamentario ―desde socialdemócratas nórdicos a ultras meridionales y una buena parte del Partido Popular Europeo― aducen algunas razones de peso y otras meramente oportunistas o directamente falsas. La ofensiva antiinmigración explota a menudo en percepciones distorsionadas sobre los niveles de inseguridad o sobre los porcentajes de población extranjera. Y cala por igual en zonas con pleno empleo, como Flandes o Lombardía, que en áreas depauperadas como el noroeste de Francia o en declive demográfico como Hungría.
Pero también es cierto que la creciente movilidad migratoria en todo el planeta ha acelerado exponencialmente los potenciales traslados de personas de un país a otro. El número de migrantes a nivel global ha pasado de 153 millones en 1990 a 281 millones en 2020. Y la conciencia generalizada en buena parte del Sur Global de que la esperanza de una vida mejor se encuentra en los países del norte ha convertido a Europa y Estados Unidos en un polo de atracción casi irresistible para las personas con posibilidad de iniciar la aventura de la migración.
También parece probado que la presión migratoria ha devenido en instrumento de desestabilización al servicio de ciertos regímenes. Países vecinos de la UE no dudan en utilizar el grifo migratorio como un arma para la guerra híbrida o para el simple chantaje político o económico.
La alerta en Bruselas saltó, por ejemplo, en 2021, cuando la pinza Putin-Lukashenko montó un puente aéreo de migrantes procedentes de Egipto, Siria o Turquía para lanzarlos contra las fronteras de la UE en Polonia o Lituania. La Comisión Europea logró desactivar la catapulta con advertencias a los países que facilitaban los vuelos hacia Rusia y Bielorrusia, aun a sabiendas de que el destino final de muchos pasajeros era convertirse en arma arrojadiza contra Europa. Pero el precedente quedó claro.
Ya antes, en 2015, la Turquía de Erdogan desencadenó un repentino éxodo hacia Europa de refugiados sirios instalados en suelo turco desde el estallido de la guerra civil en Siria cuatro años antes. No había ningún motivo evidente para la salida de cientos de miles de sirios hacia territorio europeo, pero la crisis migratoria activada por Ankara permitió al líder turco arrancar a la UE miles de millones de euros.
La Italia de Meloni, la Hungría de Viktor Orbán o la Holanda de Geert Wilders quieren ahora bajar otro escalón en política migratoria. No se conforman con pagar un dique de contención como el turco. El siguiente paso es la externalización de los centros de acogida, para que los solicitantes de asilo esperen el visto bueno de sus solicitudes o el rechazo en lugares como Albania, Uganda o cualquier otro país que se preste. Poco a poco, Europa vuelve a asomarse al abismo que dejó atrás hace 80 años, con el desarrollo de un derecho internacional que incluía delitos nuevos como genocidio y crímenes contra la humanidad y la obligación de abrir las puertas de un país al vecino que llama pidiendo auxilio para salvar su vida.
Internacional en EL PAÍS