<p>Convertir a las generaciones en adversarios es rentable políticamente. Boomers como privilegiados insaciables, millennials como adultos en prácticas eternas. Un teatro que distrae de lo real: no hay un choque de edades, sino un <strong>contrato social agotado</strong>, administrado con <strong>parches </strong>y protegido por quienes viven de la inercia. No es un texto escrito ni un acuerdo formal: es el pacto implícito entre generaciones sucesivas sobre cómo se reparten derechos, deberes y recursos.</p>
«Esfuerzo», «disciplina» o «sacrificio» suenan a reliquias, pero sin ellas ningún sistema de derechos se sostiene
Convertir a las generaciones en adversarios es rentable políticamente. Boomers como privilegiados insaciables, millennials como adultos en prácticas eternas. Un teatro que distrae de lo real: no hay un choque de edades, sino un contrato social agotado, administrado con parches y protegido por quienes viven de la inercia. No es un texto escrito ni un acuerdo formal: es el pacto implícito entre generaciones sucesivas sobre cómo se reparten derechos, deberes y recursos.
Las pensiones son el ejemplo más claro. En 2024 había 2,44 cotizantes por pensionista, según datos del Ministerio de Inclusión y Seguridad Social. En los años ochenta la ratio rondaba cuatro. El sistema de reparto se sostiene con deuda, transferencias y un relato complaciente. Y, según Funcas, apenas uno de cada ocho españoles sabe cómo se financian las pensiones. Ese desconocimiento es gasolina para el populismo y anestesia para el debate. Mientras tanto, la mayoría de las encuestas muestra que buena parte de la ciudadanía desconfía del futuro del sistema. Un sistema que vive de la deuda y de la desconfianza es un sistema condenado.
La vivienda amplifica la fractura. El 70% de los mayores de 55 años es propietario sin hipoteca, mientras que entre los menores de 35 el peso del alquiler es mayoritario, con rentas que pueden superar el 50% del salario en muchas ciudades. En España, la vivienda es la referencia casi exclusiva de riqueza: el ahorro, la herencia, la seguridad. La casa ya no es el lugar que se habita, sino la frontera que separa a quienes pueden transmitir patrimonio de quienes están abocados a pagarlo de por vida.
En el mercado laboral, la tasa de paro juvenil sigue por encima del 20%, una de las más altas de Europa. La rotación laboral es muy elevada: muchos jóvenes encadenan empleos temporales o abandonan un puesto antes del año por falta de expectativas. Con esa inestabilidad, hablar de cotizaciones suficientes para sostener el futuro de las pensiones es ironía.
La discusión pública prefiere señalar culpables fáciles en otras generaciones, las que vienen de fuera. A los inmigrantes se les acusa de encarecer la vivienda —como si la causa estuviera en quienes necesitan un techo—, y hasta de «robar empleos», una mentira vil. Sin inmigración España perdería población activa, cerraría empresas y reduciría aún más la base que financia pensiones y servicios públicos. El orden de las causalidades no es el de las casualidades. Convertir a los inmigrantes en chivo expiatorio es la forma más mezquina de negar su contribución, aunque, como gusta decir ahora en algunos círculos, algunos «no salen a cuenta» (como muchos españoles).
El problema no es generacional, son los intereses creados. Los que bloquean reformas de pensiones más allá del maquillaje, los que convierten la vivienda en activo casi exclusivamente financiero, los que normalizan un mercado laboral de rotación perpetua. A ellos les conviene la farsa del enfrentamiento. Crece la profecía autocumplida. Si repetimos que no hay futuro para los jóvenes, lo terminaremos asumiendo. Una generación que deja de creer en el contrato social deja también de sostenerlo. Hoy tenemos que andar con cuidado con las palabras. «Esfuerzo», «disciplina» o «sacrificio» suenan a reliquias, pero sin ellas ningún sistema de derechos se sostiene. Sanidad, educación, pensiones no se mantienen solos, sino con reformas a la altura del presente.
El debate interesado se nutre de la ignorancia. Y no solo sobre pensiones: muy pocos saben cuánto cuesta realmente la sanidad, la educación o la dependencia que usamos a diario. El contrato social se reconstruye con transparencia: cuentas claras de lo que recibimos y de lo que aportamos. Puede ser incómodo y nada electoral, pero sin esa pedagogía cívica seguiremos discutiendo ficciones mientras los servicios públicos se erosionan en silencio
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