<p>El Palau de les Arts valenciano ofrece, como segundo título de su interesante temporada, una de las cumbres de la historia de la ópera, la gran obra maestra de Giuseppe Verdi, que sigue sufriendo el equívoco de tratarse de una historia incomprensible. <strong>Cuesta aceptar su originalidad, su despojo y desnudez dramática, su esplendor melódico </strong>al servicio del tratamiento de dos fuertes pasiones, igualmente letales si se llevan al paroxismo, la pasión por la venganza y la pasión amorosa en sus distintas variantes, la que afecta tanto a los amantes como a la madre y a los hermanos.</p>
La puesta en escena de Alex Ollé insiste machacona en una dimensión bélica y militar y la dirección orquestal de Maurizio Benini oscila entre el estruendo y la languidez
El Palau de les Arts valenciano ofrece, como segundo título de su interesante temporada, una de las cumbres de la historia de la ópera, la gran obra maestra de Giuseppe Verdi, que sigue sufriendo el equívoco de tratarse de una historia incomprensible. Cuesta aceptar su originalidad, su despojo y desnudez dramática, su esplendor melódico al servicio del tratamiento de dos fuertes pasiones, igualmente letales si se llevan al paroxismo, la pasión por la venganza y la pasión amorosa en sus distintas variantes, la que afecta tanto a los amantes como a la madre y a los hermanos.
Aquí se ha reunido a muy buenos artistas que no se atreven con el tesoro artístico que se les regala, abrumados por una grandeza que a todos, en diferentes grados, les supera. La puesta en escena de Alex Ollé insiste machacona en una dimensión bélica y militar que no es más que el fondo de la acción, una acción tenue, pues todo ha ocurrido antes de que se levante el telón, o entre escena y escena. El escenario se llena de artilugios que suben y bajan en una semi oscuridad apenas iluminada por hogueras. Los gitanos se convierten en unos extraños refugiados con maletitas y los cuatro protagonistas flotan desconcertados, sin creerse lo que cantan, salvo Ekaterina Semenchuk que repite su bien probada versión de Azucena, la clave del truculento enigma, sin hacer caso del entorno de Ollé ni de una dirección orquestal de Maurizio Benini, que oscila entre el estruendo y la languidez. Olga Maslova podría ser una excelente Leonora si se decidiera a expresar un hervor pasional que, se diría, confunde a su figura vestida con raro camisón. El tenor Antonio Poli tampoco acaba de reconciliarse con Manrico, frente al Conde de Luna de Lucas Meachem, quizá el más despistado, desinteresado e inhibido del elenco.
El público aprecia y agradece a su teatro lo que le ofrece y aplaude animoso al final, pero no vibró, ni se emocionó ante la hondura y la incandescencia de la bárbara, sublime, negrísima, catártica balada de madres vengadoras, bebés arrojados a la higuera, y hermanos que ni siquiera saben que lo son y que se habrían amado si el pesimismo romántico se lo hubiera permitido.
Como actividad complementaria del Palau, hay que reseñar con entusiasmo el concierto para piano del compositor español Francisco Coll, una pieza maestra, inspirada en Ciudad sin sueño, un fragmento del poema neoyorquino de Federico García Lorca, interpretada magistralmente por el solista Javier Perianes y la orquesta titular dirigida por James Gaffigan.
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