<p>La primera vez que Baudelaire se encontró con las imágenes en tres dimensiones de esos aparatos llamados estereoscopios no pudo por menos que protestar. Le molestaba ese empeño por el naturalismo, por la crudeza de la realidad, que traía consigo la fotografía. Le resultaban patéticos «esos millares de ojos ávidos que se inclinaban sobre los huecos de un aparato como sobre los tragaluces del infinito». Se diría que Javier Rebollo se encuentra en una posición similar al del autor de <i>Las flores del mal,</i> pero al revés. Él está convencido de que las imágenes tienen alma, que el cine salva, que basta filmar (o dibujar incluso) algo para que ese algo se cargue de sentido. Y así ha sido siempre desde los Lumière hasta la llegada del digital. El universo de imágenes replicadas en el que vivimos le produce al director español las mismas ganas de protestar que al poeta francés. «Si cargas una imagen con el peso de lo real, tal y como ocurrió con la alta definición, la imagen desaparece. <strong>Basta que le quites el color, por ejemplo, y surge lo fantasmagórico»,</strong> dice.</p>
El director vuelve 12 años después con el prodigio ‘En la alcoba del sultán’, un viaje de la mano del operador de cámara de los hermanos Lumière Gabriel Veyre al origen de las imágenes
La primera vez que Baudelaire se encontró con las imágenes en tres dimensiones de esos aparatos llamados estereoscopios no pudo por menos que protestar. Le molestaba ese empeño por el naturalismo, por la crudeza de la realidad, que traía consigo la fotografía. Le resultaban patéticos «esos millares de ojos ávidos que se inclinaban sobre los huecos de un aparato como sobre los tragaluces del infinito». Se diría que Javier Rebollo se encuentra en una posición similar al del autor de Las flores del mal, pero al revés. Él está convencido de que las imágenes tienen alma, que el cine salva, que basta filmar (o dibujar incluso) algo para que ese algo se cargue de sentido. Y así ha sido siempre desde los Lumière hasta la llegada del digital. El universo de imágenes replicadas en el que vivimos le produce al director español las mismas ganas de protestar que al poeta francés. «Si cargas una imagen con el peso de lo real, tal y como ocurrió con la alta definición, la imagen desaparece. Basta que le quites el color, por ejemplo, y surge lo fantasmagórico», dice.
En la alcoba del sultán trata de eso: de fantasmas, de narraciones que no acaban y, ya que estamos, de tragaluces infinitos. Y de los hermanos Lumière. Y de cine simplemente. El regreso a la dirección después de 12 años del responsable de obras imprescindibles del último cine español como El muerto y ser feliz o Lo que sé de Lola es desde ya un auténtico prodigio entregado a la muy humanista y razonable tarea de devolver a la pantalla la virtud del misterio, la gracia de lo inesperado. Sin duda, pocos trabajos tan resplandecientes en su vocación de invocar la oscuridad como esta películas de aventuras y desiertos que también lo es de amor y tristezas infinitas.
Se cuenta la historia de Gabriel Veyre, el que fuera, en opinión de Bertrand Tavernier, el más dotado de los operadores que los hermanos Lumière mandaron a recorrer el mundo. Él anduvo por toda Sudamérica desde México a Colombia pasando por Venezuela, Cuba y Colombia. Ahí filmó el primer duelo con pistolas dramatizado que los espectadores tomaron por verdad. El cine ya empezaba a hacer de las suyas. Luego recorrió Canadá, Japón, China, Indochina y así hasta acabar en Marruecos, donde conoció al sultán y le enseñó el noble (y sospechoso, a juicio de Baudelaire) arte de la fotografía. En Casablanca, y tras la muerte de su amada de la que nunca se recuperó, se quedó para siempre, hasta su fallecimiento a los 65 años en 1936.
Imagen de ‘En la alcoba del sultán’, de Javier Rebollo.
Todo eso narra (que no solo cuenta) En la alcoba del sultán, pero lo hace a la vez que se lo inventa. No se trata de recrear nada, sino de forma literal crear desde cero, desde la nada, desde la primera palabra que también es la primera imagen cierta. Y es desde ahí, desde la certeza de una fábula condenada a vivir siempre, desde donde los actores Félix Moati y una recuperada para todos los milagros Pilar López de Ayala escenifican un relato del cine desde el cine; un relato que antes que contar nada se cuenta a sí mismo y, apurando, acaba por contarnos a cada uno de los espectadores de manera radical. Es una película para, sin falsas modestias, aprender a mirar de nuevo; es una película para, sin ironías, perderse en el verdadero tragaluz del infinito. Suena tremendo y, en efecto, lo es.
«Toda la película es un antibiopic. Me seduce la idea de anacronismo. El mismo anacronismo de Veyre en Marruecos soy yo ahora mismo rodando en ese mismo sitio. En la alcoba del sultán quiere alejarse de real para poder ser fiel lo más posible a lo real», confiesa entre críptico e iluminado el director, y no queda más que creerle. Con fe ciega incluso. En verdad, y por aquello de colocar la realidad en la parte de atrás de la pantalla, la película se rodó a lo largo de cuatro meses en Túnez, que no en el lugar que en principio debía ser. Cosas de los regímenes dictatoriales y caprichosos. Los suntuosos palacios de Fez cambiaron por los castillos de adobe de un lugar lejano en mitad del desierto y, por ellos, fantasmal. Que es de los que se trata: de fantasmas.
Lo que queda es un regreso feliz (o dos) que recupera para el cine el sentido de un cine que se sabe lugar de privilegio para observar asuntos tales como el amor, la muerte o, claro está, la vida. Desde un tragaluz, el del infinito.
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