Los nervios en directo, los navajazos, los congresistas de siempre en busca del foco, los reporteros corriendo por los angostos pasillos, los compromisos de última hora y el final más o menos feliz… Casi nada de lo sucedido el viernes en el Capitolio, una jornada frenética que acabó con la aprobación de una ley de financiación temporal para evitar el cierre del Gobierno, fue una sorpresa para los veteranos espectadores del gran teatro de Washington. Y, sin embargo, las negociaciones entre ambos partidos para evitar que se cortara a medianoche el grifo del gasto público ―y, por ejemplo, dejaran de pagarse en Navidad los sueldos de unos 875.000 funcionarios― ofreció valiosas pistas sobre las dificultades que aguardan a Donald Trump y su Gobierno de milmillonarios para sacar adelante su agenda a toda prisa con un Congreso enfrente que los republicanos dominan por la mínima.
La agónica negociación de la financiación temporal de la Administración augura una accidentada relación entre el Congreso y el presidente electo, que necesita de ese apoyo para cumplir sus promesas
Los nervios en directo, los navajazos, los congresistas de siempre en busca del foco, los reporteros corriendo por los angostos pasillos, los compromisos de última hora y el final más o menos feliz… Casi nada de lo sucedido el viernes en el Capitolio, una jornada frenética que acabó con la aprobación de una ley de financiación temporal para evitar el cierre del Gobierno, fue una sorpresa para los veteranos espectadores del gran teatro de Washington. Y, sin embargo, las negociaciones entre ambos partidos para evitar que se cortara a medianoche el grifo del gasto público ―y, por ejemplo, dejaran de pagarse en Navidad los sueldos de unos 875.000 funcionarios― ofreció valiosas pistas sobre las dificultades que aguardan a Donald Trump y su Gobierno de milmillonarios para sacar adelante su agenda a toda prisa con un Congreso enfrente que los republicanos dominan por la mínima.
También sirvió de ensayo para la enorme influencia política que parece que tendrá Elon Musk, el hombre más rico del planeta, durante, al menos, los próximos cuatro años, y siempre que conserve el puesto de Amigo en Jefe de Trump. El magnate solo, con su costoso juguete, la red social X, que compró en 2022 por 44.000 millones de dólares (42.200 millones de euros), se bastó para tumbar un acuerdo bipartidista negociado durante meses. Lo hizo a base de tuits, unos 150, y amenazas como esta: “¡Cualquier miembro de la Cámara o del Senado que vote a favor de este escandaloso proyecto de ley de gasto merece ser expulsado [en las próximas elecciones] en dos años!”.
No solo provocó una auténtica pesadilla legislativa antes de Navidad y arruinó la tranquila semana que demócratas y republicanos habían diseñado para despedir el año a tiempo para regresar el jueves a casa, como acostumbran; Musk también dio por inaugurada una era en la relación, no precisamente nueva, entre oligarquía y poder político en un país en el que la riqueza acostumbra a ser virtuosa por principio. Con evidentes prisas por empezar a gobernar ―el tópico diría que en la sombra, si no fuera porque todo lo hace a la vista de sus más de 200 millones de seguidores―, el empresario empujó a la tercera autoridad del país, el presidente de la Cámara de Representantes Mike Johnson, al borde del abismo y logró que bailara al ritmo de su música hasta Trump, que terminó saliendo escaldado.
El presidente electo ha encargado al magnate el liderazgo compartido del Departamento de Eficiencia Gubernamental. En lo que cupo interpretar como la primera tarea de un trabajo que en teoría no comienza hasta la toma de posesión del 20 de enero, Musk decidió que la ley pactada era otra expresión manirrota de lo que funciona mal en Washington, así que forzó una revisión… y luego otra. Y todo ello, mientras el multimillonario mostraba su apoyo al partido de ultraderecha Alternativa para Alemania (AfD, por sus siglas en alemán) en las próximas elecciones y sembraba dudas sobre si el éxito de su inversión de más de 260 millones de dólares (250 millones de euros) en la campaña que aupó a Trump a la Casa Blanca no será el primer paso de un plan de dominación (y derechización) mundial.
El texto rebajado lo apoyaron finalmente 366 de los 435 congresistas, y recibió 34 votos en contra, todos republicanos. A última hora del viernes lo aprobó el Senado y el presidente Joe Biden lo firmó el sábado. Incluye, además de la garantía de financiación del Gobierno solo hasta el 14 marzo (día en el que se espera una nueva entrega de este drama recurrente en Washington), la actualización de una ley de lucha contra la pobreza e incentivo de la agricultura y una partida de 110.000 millones de dólares en subsidios a los granjeros y ayudas a las víctimas de los desastres naturales que azotan regularmente el país.
Por el camino, quedaron medidas para reducir el coste de los medicamentos, dinero para fomentar la investigación médica y límites a las inversiones en China. También, en lo que supuso una decepción para Trump, hubo que sacrificar su petición expresa de aprovechar la oportunidad para aumentar o abolir del techo de deuda. En una votación anterior, había pasado lo impensable: 38 congresistas republicanos, aparentemente más fanáticos del recorte del gasto público que él, votaron en contra de un pacto apoyado por el presidente electo, que sí, tiene el partido a sus pies, pero es un partido ideológicamente dividido cuando el tema es el gasto público.
Dinero para cumplir promesas
En un deseo que puede resultar paradójico para alguien que hizo campaña prometiendo adelgazar el Gobierno, el presidente electo quiere acabar con ese límite de gasto como sea. Lo necesita para llevar a cabo dos de sus principales promesas: la deportación masiva de migrantes irregulares y el recorte de impuestos. Ampliar ese techo hasta 2027 es un debate que corresponde al nuevo Congreso, que se constituirá el 3 de enero, pero, como con todo lo demás, Trump, que lleva semanas gobernando, con Biden medio desaparecido, tenía prisa. En el mismo momento en que jure el cargo lo hará con fecha de caducidad; la ley, salvo que la cambie, no le permite volver a presentarse en 2028.
Lo visto esta semana también indica una vez más que hay una insalvable discrepancia en el modo elástico en el que interpreta la realidad el presidente electo y la realidad misma. Ganó claramente en las urnas, en el voto electoral y en los siete Estados decisivos, pero no fue la victoria abrumadora que proclamó la misma noche electoral, mucho antes del final del recuento de los votos. Y no lo fue, sobre todo, en la Cámara de Representantes, donde los republicanos han pasado de tener 222 escaños a 220 (por 215 de los demócratas).
Trump dijo en una entrevista a Time, en el número que lo coronó por segunda vez como “Persona del Año”, que considera que ha recibido “un descomunal mandato” del pueblo estadounidense. Los suyos controlan ambas cámaras, pero con esos márgenes, y en un país que, como se ha vuelto a comprobar en estos días, no conoce nada parecido a la disciplina de partido, no tiene garantizada esa gobernabilidad sin sobresaltos.
La primera gran prueba para Trump, que sobre todo es un examen al liderazgo de Johnson, está a la vuelta de la esquina. El 3 de enero la Cámara de Representantes vota para elegir a su speaker y el congresista ultraconservador de Luisiana necesita todos los votos. Uno de ellos, Thomas Massie, libertario de Kentucky, ya le ha dicho que no cuente con él. Hace dos años, hicieron falta 15 rondas de votaciones y un buen puñado de concesiones al ala dura del trumpismo para elegir su antecesor, Kevin McCarthy. Total, para que, tras pasar por semejante humillación, solo durara 10 meses en el puesto, del que lo desalojaron mediante una moción de confianza.
El viernes por la noche, Johnson compareció después de salvar los muebles ante los reporteros del Capitolio, sin poder contener una risita de alivio. Se mostró orgulloso por haber aprobado una legislación “América Primero” y, en otra prueba de lo rápido que se normaliza lo extraordinario en el Estados Unidos de Trump, reconoció sin rubor que hacía menos de una hora había hablado con Musk sobre los retos de su trabajo. “Le he preguntado [al empresario]: ‘¿Quieres ser presidente de la Cámara?”, contó. “No lo sé’, me respondió él, y añadió que este podría ser el oficio más difícil del mundo. Y yo creo que lo es”.
El caos y la parálisis legislativa han definido el tiempo de Johnson al frente de los republicanos en la Cámara baja. Cuesta creer que vaya a cambiar eso la llegada de Trump, un político impredecible que dejó el cargo instigando una insurrección y ahora vuelve con prisas, sumada al elemento disruptor de Musk, que recientemente se presentó para reunirse con senadores conservadores con su hijo de cuatro años a hombros. En la sociedad del espectáculo de la política estadounidense, el Capitolio se ha poblado en los últimos años de personajes extravagantes cuyos egos alimentan las redes sociales y su participación en el interminable ciclo de noticias de las cadenas de televisión por cable. Muchos de ellos son republicanos, y muchos llegaron a Washington con la misión de contener la deuda pública, que se ha disparado en la última década, y especialmente desde la pandemia. Esas personalidades tampoco garantizan una legislatura tranquila, aunque esta vez el presidente llegue con un respaldo, en las urnas y en el seno de su propio partido, mucho mayor que el que tuvo en 2016.
Los rifirrafes con el Congreso fueron constantes en su primera vuelta en la Casa Blanca. El más sonado desembocó en 2018 en el cierre de Gobierno más largo de la historia. Fue cuando los legisladores no quisieron apoyarle en su empeño de construir el muro con México. Duró 35 días, y acabó con la declaración de una emergencia nacional para que el presidente pudiera financiarlo por otras vías. Trump aún sigue obsesionado con el muro, aunque el coste de ese proyecto palidece frente a su promesa estrella en materia migratoria: la deportación masiva de indocumentados, cuya factura no está cuantificada, pero podría ascender a decenas de miles de millones de dólares. Para pagar esa cuenta necesitará el apoyo del Capitolio y de un Partido Republicano cuya obsesión con la frontera tal vez solo supere la fijación con la contención del gasto público.
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