<p>La llamada <i>Big Beautiful Bill</i> no es sólo una reforma fiscal: es un síntoma. No aparece de la nada ni actúa sola. Es la expresión visible de una enfermedad larvada globalmente: la adicción política a gastar sin pagar, a prometer sin costear, a simular que la deuda no duele. Como toda epidemia, <strong>se propaga porque el cuerpo que la alberga ha perdido defensas</strong>. Y Estados Unidos, fiscalmente, está inmunodeprimido.</p>
La llamada Big Beautiful Bill no es sólo una reforma fiscal: es un síntoma. No aparece de la nada ni actúa sola. Es la expresión visible de una enfermedad larvada globalm
La llamada Big Beautiful Bill no es sólo una reforma fiscal: es un síntoma. No aparece de la nada ni actúa sola. Es la expresión visible de una enfermedad larvada globalmente: la adicción política a gastar sin pagar, a prometer sin costear, a simular que la deuda no duele. Como toda epidemia, se propaga porque el cuerpo que la alberga ha perdido defensas. Y Estados Unidos, fiscalmente, está inmunodeprimido.
La nueva ley promovida por Trump y aprobada por el Senado rebaja impuestos de forma generalizada —especialmente a rentas altas y empresas— sin presentar ninguna estrategia creíble de ajuste o recorte. El resultado será una deuda aún más descomunal: entre 2,8 y 3,4 billones de dólares añadidos en una década, según las proyecciones más serias. El país ya vive con un endeudamiento superior al 120% del PIB. Y, sin embargo, actúa como si la gravedad no le afectara. El vértigo ha sido sustituido por la costumbre. El déficit, por rutina, se ha vuelto paisaje.
El viejo argumento del crecimiento compensador vuelve a sonar, como un vinilo rayado. Pero ni los mercados ni los números parecen acompañar esa melodía. La productividad está estancada, la pirámide demográfica se inclina, y el dólar ya no es el blindaje automático de otras décadas. Esta ley no es un revulsivo económico: es un espejismo electoral con factura aplazada. Un aplazamiento colectivo del despertar que deviene en préstamo contra el porvenir.
La ley degrada el principio mismo de lo público. Programas sociales como Medicaid se verán comprometidos por falta de financiación. La supuesta neutralidad de la reforma se desploma en cuanto se analizan los efectos distributivos. No es técnica, es ideológica. Menos Estado para los que más lo necesitan, más alivio fiscal para quienes menos lo notan. La factura se socializa, pero los beneficios se privatizan. Y el relato oficial recita que todos ganan, como si la aritmética fuera solo una opinión más. Pero el punto más grave no está en la cuenta corriente, sino en el relato. La Big Beautiful Bill consagra una forma de gobernar que promete beneficios sin esfuerzo. Una ciudadanía sin impuestos, un Estado sin responsabilidad, una política sin consecuencias.
Todo esto, como enseñan las páginas más amargas de la historia, es insostenible. El precio de no decir la verdad fiscal siempre acaba pagándose, y con intereses. Pero en Washington hoy parece más rentable mentir bien que gobernar con seriedad. Los imperios que cayeron por su deuda no son una metáfora vacía. El español del siglo XVII vivió ocho bancarrotas en apenas un siglo, atrapado en una espiral de gasto militar, deuda perpetua y autoengaño financiero. Reino Unido perdió su hegemonía global tras la Primera Guerra Mundial, no solo por desgaste bélico, sino por la imposibilidad de sostener su red imperial a crédito. Y la Roma del siglo III no cayó de un día para otro: se deshizo a plazos, corroída por inflación, déficit y pérdida de confianza en su moneda. La decadencia nunca se anuncia: se cuela por los márgenes de los presupuestos y se instala como una costumbre más.
Estados Unidos no es inmune. El techo de deuda se eleva periódicamente como si fuera un trámite inocuo. El pago de intereses está en camino de convertirse en el primer gasto federal. El dólar, aunque aún dominante, enfrenta tensiones geopolíticas que erosionan su pedestal. Y el discurso oficial sigue actuando como si todo esto fuera normal, manejable, inofensivo. Pero no lo es.
La Big Beautiful Bill quedará como el punto de inflexión en el que la ficción fiscal se volvió doctrina. No es sólo una ley defectuosa. Es el síntoma de una epidemia: la de gobernar a crédito, endeudarse por sistema y vivir como si el tiempo —y los acreedores— no existieran. Lo más peligroso no es que la deuda aumente. Es que, poco a poco, deje de escandalizar.
Francisco Rodríguez es catedrático de Economía de la Universidad de Granada y director de Estudios Financieros de Funcas.
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