<p>Como a <i>Il Riccetto</i>, el personaje de Pasolini de <i>Muchachos de la calle (Ragazzi di vita), </i>a los héroes de Daniel Guzmán la calle les confunde y les duele, pero también les alivia y les cobija. Y les aprieta. No es que les corte la respiración, simplemente les hace jadear a destiempo, les roza, y, llegado el caso, les tumba. Sin remedio. Pero les da la vida. <strong>El barrio, como todo ecosistema acosado y en equilibrio precario, es, además de feo con sus aluminios en crudo, un lugar de reconocimiento, de encuentro y de apoyo mutuo incluso. </strong>Y de ahí que, a su modo, acabe por ser bello. Y hasta elegante. Digamos que su belleza es tan imbatible que se sobrepone sin esfuerzo a la rutina desolada del descampado, su verdadero reino; a la oscuridad de los callejones, sus mazmorras, y a la higiene estéril de los pisos turísticos, su condena.</p>
El cineasta se confirma con una voz tan propia y profunda como perfectamente identificable y veraz
Como a Il Riccetto, el personaje de Pasolini de Muchachos de la calle (Ragazzi di vita), a los héroes de Daniel Guzmán la calle les confunde y les duele, pero también les alivia y les cobija. Y les aprieta. No es que les corte la respiración, simplemente les hace jadear a destiempo, les roza, y, llegado el caso, les tumba. Sin remedio. Pero les da la vida. El barrio, como todo ecosistema acosado y en equilibrio precario, es, además de feo con sus aluminios en crudo, un lugar de reconocimiento, de encuentro y de apoyo mutuo incluso. Y de ahí que, a su modo, acabe por ser bello. Y hasta elegante. Digamos que su belleza es tan imbatible que se sobrepone sin esfuerzo a la rutina desolada del descampado, su verdadero reino; a la oscuridad de los callejones, sus mazmorras, y a la higiene estéril de los pisos turísticos, su condena.
La deuda, la última película del director que sigue siendo actor, es, de nuevo, una película pensada, rodada y vivida en la calle, ahora no en el barrio como extrarradio, sino en el barrio como refugio, como forma de estar en el mundo. Como lo fue su debut A cambio de nada. Como lo volvió a ser ese peculiar y cruel experimento llamado Canallas. Y desde ahí, desde su hábitat irrenunciable, funda un universo y, a su manera, se despide de él. El mundo de Daniel Riccetto Guzmán ya es otro.
La deuda, al contrario que las películas precedentes del director presume de rigor. Más madura y menos autobiográfica que la primera, y sin duda muy lejos del caos gozoso de la segunda. Ahora, Guzmán ensaya el melodrama para explorar las cavernas de la culpa y del perdón. Y lo hace sin renunciar ni al thriller canónico con sus mafiosos irrefutables ni al cine agrio y social ni, por qué no, a la picaresca tan cerca de nuestra comedia negra. Y todo ello sin perder de vista ese barniz de cine veraz, casi documental, que empapa cada plano. Digamos que en la mezcla de materiales tan heterogéneos como, a su modo, irreconciliables y en la perfecta consciencia de sus debilidades, la película se hace fuerte, se hace profunda, se hace barro, barro de descampado.
Para situarnos, La deuda es la historia de un error. O de varios. Un hombre, el propio Guzmán, vive con una anciana en una de esas casas a punto de ser engullida por la gentrificación. La primera deuda es moral. Falta dinero y, de ahí, la otra deuda más evidente, por material. Estas dos deudas derivarán en un robo —la equivocación de antes— destinado a paliar la escasez más evidente, un robo con unas consecuencias funestas. Es entonces cuando hace acto de presencia otra deuda, la tercera y más grave de todas, aún mayor y más honda con el personaje al que interpreta Itziar Ituño con una solidez y arrojo de pedernal.
Lo que sigue es eso, y es también cine comprometido por lo que tiene de denuncia de lo insoportable, de lo rigurosamente actual; es cine negro por lo que presume de viaje al fondo de la noche, y es cine neorrealista por Charo García, la revelación del año desde ahora mismo. Charo tiene 93 años y este es su primer papel para el cine en una interpretación para la eternidad. El resultado es una película irregular, algo caótica, grave, divertida y, lo más evidente, irrenunciable. Es decir, una película de barrio aunque discurra en el centro de la ciudad.
La deuda es ingenua cuando quiere, sabia cuando lo necesita, aturullada cuando se despista y siempre, pero siempre, impredecible. Y profunda. Y sentimental sin duda. Guzmán ha logrado una voz propia que igual bebe del cine quinqui que del thriller turbio sin renunciar a enseñar al espectador lo que sucede del otro lado, del lado de lo hondo, del lado de la verdad. En un momento de Muchachos de la calle, el narrador se detiene: «La luna estaba muy alta en el cielo, se había encogido de tamaño y parecía no querer tener nada que ver con el mundo, absorta en la contemplación de lo que estaba más allá de nosotros». Y algo de ese sentimiento de extravío cálido, de reconocimiento en lo ajeno tiene La deuda de Daniel Riccetto Guzmán.
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Director: Daniel Guzmán. Intérpretes: Daniel Guzmán, Itziar Ituño, Susana Abaitua. Duración: 115 minutos. Nacionalidad: España.
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