<p>Añoro un París que no conocí. Las tertulias en casa de <strong>Gertrude Stein</strong>. Las cenas con <strong>Hemingway </strong>en La Coupole. Las visitas a la Rue des Grands Augustins con regalos envenenados de <strong>Picasso </strong>(un dibujillo sin firma que nunca podrás vender…). Sí, yo también <strong>añoro un tiempo que no conocí.</strong></p>
Vuelven grupos míticos, los vinilos, las fotos analógicas. Mirar al pasado es una enfermedad de nuestro tiempo, aunque tal vez no sea algo tan malo…
Añoro un París que no conocí. Las tertulias en casa de Gertrude Stein. Las cenas con Hemingway en La Coupole. Las visitas a la Rue des Grands Augustins con regalos envenenados de Picasso (un dibujillo sin firma que nunca podrás vender…). Sí, yo también añoro un tiempo que no conocí.
Mi generación, como todas las que llegaron después de los boomers, extraña cosas que no ha vivido o apenas recuerda.
De pronto, los 90 son lo más. Tengo amigos nacidos en esa década que pelearon por entradas de Oasis. John Kennedy Jr. y su mujer Carolyn Bessette -muertos en 1999- arrasan en Instagram y en breve tendrán serie. He visto a íntimas nacidas el mismo año que La Oreja de Van Gogh emocionarse con el regreso de Amaia. «Es nuestra infancia. Es imposible que no te haga ilusión escuchar Rosas cantada por ella otra vez», me explicó una.
Sí, la nostalgia es un mal de nuestro tiempo. Pero en realidad no es algo tan nocivo…
El psicólogo Clay Routledge sabe qué nos sucede: esas cosas del pasado nos reconfortan, nos guían, nos inspiran. «Un recuerdo agradable o una vieja canción mejoran tu humor, refuerzan tu sentimiento de pertenencia y dan sentido a las cosas», expuso en el New York Times.
¿Y qué hay de aquello que ni siquiera hemos vivido? Conozco a zetas entusiasmados con los mapas de papel, los vinilos, los carretes de fotos.
Routledge también tiene explicación: saturados por la hiperconexión del mundo digital, los gen z encuentran en nuestro pasado analógico el placer de experiencias más físicas.
Escrutar un mapa eligiendo tú mismo el camino, sin Google; escuchar un disco de principio a fin, sin los saltos de Spotify; elegir con mimo cuándo hacer una foto, sin ráfagas infinitas.
El progreso agrava la enfermedad de la nostalgia, decía Svetlana Boym. Así, la añoranza «reaparece como mecanismo de defensa en una época de aceleración del ritmo de vida y de agitación histórica», explicaba en El futuro de la nostalgia. La escritora -que huyó de la URSS en los 80- se revolvió durante mucho tiempo contra este sentimiento. «[Entonces] me di cuenta de que va más allá de la psicología individual, lo que se anhela es un tiempo diferente: el tiempo de nuestra infancia, el ritmo más lento de nuestros sueños«.
Hay mucho de esa «rebelión contra la idea moderna de tiempo» de la que hablaba Boym en nuestro amor por los 90. Este lunes, las entradas para la nueva gira de La Oreja de Van Gogh volaron. En unos meses, todos corearán el Rosas de Amaia. Como hace 20 años. Nostalgia de la que te hace feliz.
Cultura
