Firas se había levantado temprano para atender a sus animales. Poco después de las seis de la mañana notó algo extraño. La vaca empezó a vomitar. Él sintió calor y un ahogo ―se lleva las manos al cuello para explicarlo―, así que corrió a echarse agua sobre la cara. El 4 de abril de 2017, la aviación del régimen de Bachar el Asad estaba bombardeando Jan Sheijun, un pueblo en el sur de la provincia de Idlib, entonces en manos de los rebeldes. Aquel bombardeo no era igual que el de los días anteriores.
Los vecinos de Jan Sheijun, pueblo bombardeado en abril de 2017, en el que murió cerca de un centenar de personas y otras 300 sufren secuelas, piden castigo para el dictador y los responsables
Firas se había levantado temprano para atender a sus animales. Poco después de las seis de la mañana notó algo extraño. La vaca empezó a vomitar. Él sintió calor y un ahogo ―se lleva las manos al cuello para explicarlo―, así que corrió a echarse agua sobre la cara. El 4 de abril de 2017, la aviación del régimen de Bachar el Asad estaba bombardeando Jan Sheijun, un pueblo en el sur de la provincia de Idlib, entonces en manos de los rebeldes. Aquel bombardeo no era igual que el de los días anteriores.
Entre las cuatro bombas que lanzaron los cazas aquella mañana, una cayó en lo alto del pueblo, sobre la carretera principal que baja al centro, sin causar el estruendo habitual. Silenciosamente, comenzó a esparcir la muerte a su alrededor. La carcasa del proyectil contenía un agente químico, probablemente sarín, según un informe posterior de la Organización para la Prohibición de las Armas Químicas. Los habitantes del pueblo no lo sabían. Muchos pensaron que era un bombardeo como los demás, así que pusieron a sus familias a refugio en los sótanos, lo que resultó su perdición.
Cuando cayó el proyectil, Jalid Abdel Naym estaba en su granja a las afueras del pueblo atento al walkie talkie por el que se transmitían las noticias del bombardero, gracias a que los rebeldes captaban las señales de radio del régimen. “Cuando los cazas se acercaron a Jan Sheijun la gente se metió en los refugios”, explica. Él tuvo miedo y decidió resguardarse en su casa: “Los primeros que llegaron a ayudar también se enfermaron o murieron”.
“Nuestro vecino puso a sus dos hijos y a su mujer en el refugio y salió a ver qué ocurría y a tratar de ayudar. Cuando regresó, estaban muertos”, explica Nahed al Shehan, que vive en una calle que va a dar prácticamente al lugar donde cayó el proyectil. En aquella época, ella y su familia estaban refugiados en la ciudad de Hama, pero su hermana y buena parte de sus vecinos seguían en Jan Sheijun y le relataron lo ocurrido. Nahed apunta al otro lado de la calle: “En ese edificio murieron dos por el ataque químico. En ese otro, tres. En ese la mujer, su padre, su madre y su hija. Los conocíamos a todos”.
“Las condiciones atmosféricas eran ideales para lanzar armas químicas. La velocidad del viento era solo un poco superior a los tres kilómetros hora, sin lluvia ni apenas nubes. Bajo estas condiciones, la nube de agente nervioso se desparramó despacio colina abajo, siguiendo la orografía”, establece el informe de la comisión de la ONU que investigó el ataque. De ahí, la razón de lanzarlo en la parte alta de Jan Sheijun y por lo que Firas, que vivía en un barrio alejado del lugar, también sintió el efecto. “Los niños fueron los más afectados, porque sus pequeños cuerpos no pudieron luchar contra los químicos”, lamenta.
En total, la ONU establece que murieron 83 personas, entre ellas 28 niños ―otras investigaciones elevan la cifra de muertos por encima del centenar― y otras 293 quedaron severamente afectadas (103 menores). Fue el mayor ataque con armas químicas de la guerra civil siria tras el perpetrado en Guta en 2013, con varios cientos de muertos. “Que Dios nos vengue de ellos. Dejaron a muchas mujeres viudas y muchos niños murieron por este acto criminal”, dice Jalid Abdel Naym en referencia a las fuerzas de El Asad.
Un montaje de EE UU, según el régimen
El régimen sirio y Rusia negaron la mayor. Damasco afirmó que era un “montaje” de Estados Unidos para justificar el ataque con misiles contra la base aérea de Shayrat que el entonces presidente Donald Trump ordenó unos días después y que acabó con la vida de 16 personas (nueve de ellos civiles). Rusia, por su parte, filtró diferentes versiones, como que era un ataque de falsa bandera o que en realidad se produjo porque un proyectil normal alcanzó un almacén donde los rebeldes fabricaban armas químicas, algo desmentido por el informe de la ONU.
No en vano, Nahed relata que cuando el régimen reconquistó el pueblo, en 2019, vallaron y cerraron el boquete que habían dejado el proyectil y prohibieron que nadie se acercara. Aún más: en el llamado parque de los Mártires, donde se enterró a las víctimas del ataque, muchas tumbas aparecen vacías. “Las fuerzas del régimen los sacaron y los llevaron al cementerio, y encima hicieron a las familias que les pagaran por ello”, asegura Jalid Abdel Naym: “Querían que la gente se olvidase de lo que había ocurrido”.
Sin embargo, la gente no olvida y aquel al que le pregunte, exige justicia. Primero reclaman paz ―ahora que se ha terminado la contienda con la caída del régimen―, pero acto seguido piden también castigo para los responsables. “Todos estamos felices de que, gracias a Dios, se haya terminado la guerra y la destrucción de los Asad”, dice Fuad, otro vecino, “pero todo el mundo tiene derecho a la justicia y los responsables deberían ser juzgados”. “Aunque El Asad muera y suba al séptimo cielo, yo iría a buscarlo para llevarlo ante los tribunales”, afirma Firas.
Los actuales habitantes de Jan Sheijun no son muchos. Tras el ataque químico, muchos vecinos se marcharon; tras la conquista por parte del régimen se fueron muchos más. En la calle de Nahed, únicamente viven su familia y otra más. Hace cuatro años le costó regresar. “Los soldados nos decían que no estaba permitido vivir aquí, que había habido un ataque químico. Luchamos y regresamos a esta casa, que construyeron mis padres”, explica la mujer, hablando sin tapujos, como si le hubieran levantado una losa del pecho que le oprimía durante muchos años. Y es que, aun cuando estuvieron instalados, constantemente eran acosados por los militares del régimen, que llamaban a menudo a su puerta para hacer “investigaciones de seguridad” sobre la familia; o se veían sometidos a los continuos sobornos que les exigían para no obligar al reclutamiento de su hijo, pese a que tenía un documento que le eximía.
Ahora, Nahed respira aliviada; espera que las cosas vayan a mejor, aunque a su alrededor reine la devastación. Las fuerzas del régimen destruyeron a conciencia este pueblo y muchos otros de los alrededores. Primero con bombardeos y artillería, luego arramblando con todo. La mayoría de los edificios no es que carezcan de muebles en su interior, es que ni siquiera tienen puertas, ventanas o los marcos de estas. Ni baldosas ni azulejos. Son carcasas vacías, esqueletos sin vida. Barrios espectrales por los que, quienes quedan, caminan como hormiguitas perdidas entre las piedras. “Las fuerzas del régimen lo destruyeron todo, lo arruinaron todo”, lamenta Firas: “Por donde pasaron no queda vida”.
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