<p>Puede que, cuando pasen los años por encima de <a href=»https://www.elmundo.es/cultura/2024/12/17/67612971e9cf4a0b028b457d.html»>la noticia de su muerte</a>, los españoles recuerden a Marisa Paredes no solo como a una actriz sino como a una figura salida de un museo de los siglos XIX, pintada al óleo con pinceladas cortas como si la envolviese una bruma. Para varias generaciones de espectadores de cine y teatro, Paredes ha sido una imagen insólita, diferente a la de cualquier otra actriz de su edad o de las que estuvieran por llegar después: la mujer alta y delgada, con el pelo blanco y a veces platino, conscientemente melodramática al actuar, de voz grave… Enfrentada a Victoria Abril en <i>Tacones lejanos</i> (1993) era muy evidente esa presencia tan artística e irreal. <strong>Victoria Abril estaba preciosa en aquella película, con el pelo corto y sus chaquetitas de señora formal, pero Marisa Paredes era otra cosa</strong>, parecía una criatura de otro mundo, trágica, vestida con una pieza de Sybilla en verde, con guantes rojos como de Rita Hayworth, cantando <i>Piensa en mí</i>, como si viniese de un cuadro prerrafaelita… Se parecía también a Mina, la cantante italiana, y a un poco a Tilda Swinton. En realidad, antes de Tilda Swinton en <i>La habitación de al lado </i>estuvo Marisa Paredes en <i>Tacones lejanos</i>.</p>
La actriz nació pobre y se construyó un personaje teatral, casi artístico, en el que influyó el director de ‘Las bicicletas son para el verano’ y que aparece referido en ‘Todo sobre mi madre’
Puede que, cuando pasen los años por encima de la noticia de su muerte, los españoles recuerden a Marisa Paredes no solo como a una actriz sino como a una figura salida de un museo del siglo XIX, pintada al óleo con pinceladas cortas como si la envolviese una bruma. Para varias generaciones de espectadores de cine y teatro, Paredes ha sido una imagen insólita, diferente a la de cualquier otra actriz de su edad o de las que estuvieran por llegar después: la mujer alta y delgada, con el pelo blanco y a veces platino, conscientemente melodramática al actuar, de voz grave…
Enfrentada a Victoria Abril en Tacones lejanos (1993) era muy evidente esa presencia tan artística e irreal. Victoria Abril estaba preciosa en aquella película, con el pelo corto y sus chaquetitas de señora formal, pero Marisa Paredes era otra cosa, parecía una criatura de otro mundo, trágica, vestida con una pieza de Sybilla en verde, con guantes rojos como de Rita Hayworth, cantando Piensa en mí, como si viniese de un cuadro prerrafaelita… Se parecía también a Mina, la cantante italiana, y un poco a Tilda Swinton. En realidad, antes de Tilda Swinton en La habitación de al lado estuvo Marisa Paredes en Tacones lejanos.
En Tacones lejanos hay una escena de la que estaría bien saber más, saber cómo se escribió: Paredes ha vuelto a Madrid y una limusina negra la lleva a la Plaza del Alamillo, al lado de la Plaza de la Paja. Al salir, pisa una caca de perro pero eso no cambia su actitud («Ay, una mierda, no pasa nada», es su frase). Se acerca entonces a las ventanas de un semisótano y le explica a su hija, Victoria Abril, que allí pasó ella su infancia, aterrada por las pisadas que sentía a través de esos ventanucos. Ahora, acaba de comprar ese piso para habitarlo en su regreso a España, para darse un desquite de sí misma y de su vida. En las paredes vecinas aparecen entonces los carteles de Miguel Bosé vestido de transformista. El personaje de Bosé, el juez que habrá de perseguir a Paredes y Abril por sus confusos movimientos, también imita a aquella diva en clubes nocturnos, vive en ella como el que está obsesionado por una mujer retratada en un cuadro de Rosetti.
La escena, tan melodramática y a la vez chistosa, era, en realidad, una pieza casi autobiográfica para Paredes, que nació pobre, hija de una portera de finca y de un empleado de una fábrica de cervezas, y que contó muchas veces que su sueño infantil fue vivir en alguna casa en la que no hubiese que pasar por el cuarto en el que dormía con sus hermanos para ir al baño. La infancia de la actriz no transcurrió en la Plaza del Alamillo sino en la de Santa Ana, y eso remite a otra escena de Tacones lejanos, la de la canción de Piensa en mí, que fue rodada en el Teatro Español de la misma plaza.
El destino previsto para Paredes era el de secretaria y llegó a aprender mecanografía para ello, pero su voluntad era rebelde. Paredes se empeñó en entrar en el Español, el teatro bueno que había en Madrid en esa época, como empleada, aprendiz de actriz o chica para todo. Hay algunas imágenes suyas, un vídeo en el que aparece preparando un ensayo en 1970 en ese escenario. Está extrañamente estática y serena entre otros colegas que calientan sus músculos con danzas extravagantes. De nuevo, Paredes era obviamente diferente. Parecía otro cuadro, parecía una de las mujeres jóvenes de Santiago Rusiñol.
Hay un nombre importante en aquel despegue de Marisa Paredes como actriz: Fernando Fernán Gómez, el actor más importante de España en esa época, le dio su primer papel en el cine, apenas un cameo en El mundo sigue, la gran película maldita de su autor, aquella que lo llevó a la ruina, que sólo se estrenó a escondidas en una sala de Bilbao y que en los últimos años ha sido reivindicada como un filme de culto.
Paredes tenía 16 años y un personaje que construir. Fernán Gómez se convirtió en su maestro, así lo definió ella muchas veces, y media España se preguntó otras tantas qué parte había de enamoramiento en aquella predilección. A Paredes le encantaba jugar con esa ambigüedad, hablar de aventuras y encuentros como si fuesen las leyendas que construyeron su personaje. Fernán Gómez la acompañó intensamente durante los años de formación y más allá. Por ejemplo, en Las bicicletas son para el verano (1986), Marisa actuó para Fernando en lo que parecía un drama realista sobre la vida durante la Guerra Civil. Da igual, la actriz seguía pareciendo un cuadro sacado del museo. Al principio, la película empezaba en una azotea soleada que parecía la orilla del mar de Sorolla. Al final, la guerra había convertido a aquellos personajes despreocupados y alegres en figuras famélicas y oscuras que vivían en un cuadro de Solana.
Hay otro hito artístico que vistió de misterio la figura de Marisa Paredes: su piso en Torres Blancas, el edificio de viviendas más simbólico de Madrid para su generación. El más moderno, el más artístico, el más incomprendido muchas veces… La niña que anhelaba vivir sin las estrecheces de una casa de portera, se instaló en el edificio de Sáenz de Oiza cuando se emparejó con Chema Prado y permaneció vinculada a ese lugar (aunque no siempre usasen esa residencia) hasta el final. Su mérito fue el de respetar la distribución original del piso y la de cuidar de sus acabados.
Hay algunas fotografías de ese piso y un vídeo hecho para la revista AD. En él, Paredes y Prado cuentan que el piso se había convertido en su estudio, en un lugar para recibir y en un museo de su propia memoria. Después presumían de haber respetado la distribución original de Oiza y sus acabados y se acordaban de Antonio López cuando pintaba en la azotea Madrid visto desde Torres Blancas. Paredes se refería en algún momento de aquel vídeo a su otra vivienda, un piso de techos muy altos en la calle Piamonte, en un barrio de Madrid que vuelve a remitir a Pedro Almodóvar y a las tiendas de moda de los años 80, a Francis Montesinos y a Sybilla, la diseñadora mallorquina que terminó de perfilar su imagen pública.
Hay algo más: una entrevista de la revista Fotogramas en los años 70 en la que definen a Paredes como una presencia distinta en medio de los años del destape. «Más intelectual», escribía el autor de aquella entrevista y aquella parecía una manera un poco tentativa de descifrar a Marisa Paredes, de referirse a lo que había de misterio en su personaje.
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