<p>Para Rafael Alberti, Paolo Veronés era la pirmavera, Tintoretto el verano y Tiziano claridades corpóreas jamás imaginadas. De los tres ejes de la pintura veneciana del Renacimiento, el más dulce y el más traspapelado es Veronés (1528-1588). Hasta el siglo XVIII fue uno de los artistas de su tiempo más apreciados en las cortes europeas, más valorado incluso que Tiziano. <strong>Felipe II lo invitó a España</strong>. Felipe IV conservaba varias pinturas suyas. Veronés estuvo tres siglos en la cumbre de la pintura, murió rico, conservó la estela y finalmente se diluyó. Las preferencias cambiaron. Las atenciones fueron para otros. Perdió el poder y la gracia, mantuvo el halago del color y la pintura sin portazos. Pero <strong>el cambio en las prioridades estéticas lo empujaron a la orilla en sombra</strong>, aunque sin Veronés es difícil comprender la fuerza y el surco de la gran pintura renacentista patentada en Venecia.</p>
El Museo del Prado presenta la primera gran exposición dedicada al gran artista italiano en España tras más de dos décadas de trabajo dedicado a la pintura veneciana del Renacimiento
Para Rafael Alberti, Paolo Veronés era la pirmavera, Tintoretto el verano y Tiziano claridades corpóreas jamás imaginadas. De los tres ejes de la pintura veneciana del Renacimiento, el más dulce y el más traspapelado es Veronés (1528-1588). Hasta el siglo XVIII fue uno de los artistas de su tiempo más apreciados en las cortes europeas, más valorado incluso que Tiziano. Felipe II lo invitó a España. Felipe IV conservaba varias pinturas suyas. Veronés estuvo tres siglos en la cumbre de la pintura, murió rico, conservó la estela y finalmente se diluyó. Las preferencias cambiaron. Las atenciones fueron para otros. Perdió el poder y la gracia, mantuvo el halago del color y la pintura sin portazos. Pero el cambio en las prioridades estéticas lo empujaron a la orilla en sombra, aunque sin Veronés es difícil comprender la fuerza y el surco de la gran pintura renacentista patentada en Venecia.
Nació como Paolo Gagliari. Vivó 60 años, 20 menos que Tintoretto y 30 menos que Tiziano. Nació en Verona, hijo de un picapedrero. Aprendió en el taller de Antonio Badile (donde ingresó en 1541) y después en el de su suegro, Giovanni Francesco Caroto. Desarrolló pronto, con mucha cordura, que el color simplemente es color, pero también algo más. En 1551 llegó a Venecia para pintar el retablo de la capilla en la iglesia de San Francesco della Vigna, invitado por la familia Giustanini. Tenía 18 años. Y ahí comenzó todo. Ese mismo todo que ahora reivindica el Museo del Prado en una exposición portentosa, de título sin perifollo: Paolo Veronese (1528-1588), patrocinada por la Fundación Axa y de la que es comisario el director de la pinacoteca, Miguel Falomir. Cuarenta y cuatro pinturas del artista, pero también piezas de Rafael, Parmigianino, Tiziano, Tintoretto y otros que lo tuvieron de faro de costa: El Greco, Carracci, Rubens o su hijo Carletto, fallecido a los 26 años.
La propuesta del Prado (donde se conservan unas 15 piezas de Veronés o su taller) no sólo recobra para el artista su espacio central en el Renacimiento, también deja al descubierto las salpicaduras en otros artistas, y despliega el cultivo tranquilo del coloreado jardín de su pintura. Qué sucedió entonces para el olvido: «En el siglo XX, por ejemplo, se impuso la afición por otros artistas de vidas más espectaculares. La admiración por Caravaggio trasciende su pintura y se alimenta de su biografía de delincuente», dice Falomir. «El morbo por los malos ha tenido mejor fortuna. Si hablamos de Veronés, de su biografía, no dio ningún problema. Y eso resta interés popular. Su virtud máxima, social y artística, es lo que en Italia definen como spazattura«. Esto es: el arte de esconder y hacer ver sencillo lo complejo. «Esa elegancia lo convierte, un poco en broma, en el Cary Grant de los artistas venecianos de aquel tiempo».
Veronés maneja una extraordinaria variedad de recursos: obra pequeña, formato medio, gran formato, frescos… «Fue, rotundamente, un pintor de pintores», explica Falomir. Entre las piezas monumentales de la exposición destaca La cena en casa de Simón (1570) -prestada por la Pinacoteca di Brera de Milán-, uno de los prodigios de su obra. Una pieza de equilibrio, prodigioso manejo del color y de las figuras. «Por cuadros así podemos afirmar que es uno de los artistas más importantes de la pintura occidental», sostiene Falomir. Su paleta es de las más audaces, de una pureza que cuando se desata muestra en sencillez los lazos complejos que esconde. Buena parte de su vida trabajó en un ambiente sulfúrico de tensiones religiosas y los primeros síntomas de una crisis económica y política que él disimuló en su trabajo aupando un poco más el mito de los artistas de Venecia.
Las seis secciones cronológicas y temáticas en que la exposición se divide abarcan antecedentes y proyección del Veronés. De los orígenes al manejo de la escenografía, del fresquismo (con los yesos de La Templanza y La Justicia, que decoraron la villa de Soranzo) a la exploración del proceso creativo investigando en el taller, uno de los obradores más fecundos y de mejor calidad en la época, pero también la sagacidad en la representación mitológica y alegórica así como el último Veronés, que anticipa el uso simbólico y vibrante de una luz que anuncia el Barroco. «Sus desnudos de carácter mitológico son tan importantes como los de Tiziano y Tintoretto», apunta el comisario.
Resulta difícil entender el capricho nuclear de las colecciones reales que dan columna al Museo del Prado sin la obra de Veronés. Y también su condición de hombre clave para comprender el gusto artístico de las élites de la época y su decisiva influencia en la pintura española del Siglo de Oro. Con esta exposición, la pinacoteca madrileña remata además un ciclo extraordinario de dos décadas de estudio y exhibición del gran tridente renacentista veneciano: Tiziano (el sabio), Tintoretto (el infernal) y Veronés (el gentil).
De regreso a Alberti, Veronés también trae el azul más oculto de los cielos.
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