<p>Después de la Segunda Guerra Mundial, el proyecto de construcción de una unidad política, cultural y económica europea partió de un nuevo contrato social: la paulatina mejora de las condiciones de vida de los europeos tras medio siglo de enfrentamientos y extremismos ideológicos que los acercaron a la casi destrucción total. </p>
El presidente y el líder de Vox comparten una misma intuición: el sistema nacido del consenso de la Transición está agotado
Después de la Segunda Guerra Mundial, el proyecto de construcción de una unidad política, cultural y económica europea partió de un nuevo contrato social: la paulatina mejora de las condiciones de vida de los europeos tras medio siglo de enfrentamientos y extremismos ideológicos que los acercaron a la casi destrucción total.
Ese acuerdo de prosperidad compartida y democracia funcionó bastante bien, aunque con sus crisis, apuros y errores, hasta que en 2008 estalló la burbuja financiera y las clases medias empezaron a empobrecerse rápidamente, coincidiendo con el aumento de los flujos migratorios y la transformación digital de la sociedad. Una suma de factores que cambió el espíritu de la época: del optimismo de finales del siglo XX -«el fin de la historia», proclamó Fukuyama– se pasó a un pesimismo general. Un sentimiento de desconfianza en el sistema democrático y sus instituciones que marcó el principio del fin del consenso posterior a la Segunda Guerra Mundial, y que en España dio su primer aviso con la emergencia en 2015 de Ciudadanos y Podemos.
Una década después, y con la mitad de los españoles malviviendo con algo más de mil euros al mes, aquellas protestas tibias y demandas de reforma planteadas por la Generación X -perdedores entre los perdedores- han sido sustituidas por el nihilismo de la Generación Z. Jóvenes españoles educados en el paradigma digital -que ni saben muy bien, por ejemplo, qué fue la Transición ni les importa- y cuya voluntad de tabula rasa y motosierra encuentra en el neopopulismo autoritario de izquierda y de derecha un temporal vehículo de expresión.
Toda la literatura que se está publicando para analizar el auge en los sondeos de Vox obvia lo que es la razón principal: se trata de una opción antisistema. No en un sentido anárquico o marginal, sino que representa un voto de castigo y demolición de un sistema democrático que cada vez más españoles consideran de manera frívola que ya no les sirve. Es un voto contra el «régimen del 78» – en otra coincidencia rojiparda con Pablo Iglesias– y que, a diferencia del PP, no propone reformas ni parches, sino su entera sustitución.
La prioridad de Santiago Abascal, por tanto, no es sacar a Sánchez de la Moncloa para ponerse a gobernar él, sino que el cambio de gobierno derive en un cambio de régimen que le permita, ya desde la presidencia, moldear a su medida la arquitectura del Estado, como su tutor Orban hace en Hungría. Aunque esa pretensión suponga tener que aguardar unos años en la oposición a un Gobierno de Alberto Núñez Feijóo en minoría y con la izquierda y el nacionalismo movilizados en la calle.
El gesto de Abascal de ausentarse de los actos oficiales del 12-O transmite la idea de que participa por necesidad del sistema, pero no forma parte de él: está con el pueblo. Y en conexión con esta pulsión antisistema del momento que, paradójicamente o quizá no tanto, Pedro Sánchez también olfateó y está intentando aprovechar desde otras coordenadas ideológicas, transformando al PSOE en un partido que lidere la revolución contra el «régimen del 78». Aquello que Iglesias intentó hacer con Podemos.
El ataque de Sánchez a todas las instituciones del Estado que todavía no ha podido domeñar, como el Rey o la judicatura, y la utilización partidista de aquellas que sí ha sometido, como el CIS, la Fiscalía o RTVE, son las consecuencias visibles de su proyecto de cambio de modelo de Estado desde la presidencia del Gobierno. Porque Abascal y Sánchez comparten una misma intuición: el régimen nacido de la Transición está agotado y hay que acelerar su ineviable final.
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