<p class=»ue-c-article__paragraph»>La UE se ha proyectado tradicionalmente como potencia regulatoria, elaborando normas que a menudo han servido de referencia internacional, en lo que <strong>Anu Bradford, </strong>profesora de Derecho de la <strong>Universidad de Columbia, </strong>ha denominado el efecto Bruselas. Este papel ha permitido a la UE durante años fijar estándares globales. El ejemplo por antonomasia de esta influencia es el<strong> Reglamento General de Protección de Datos (RGPD).</strong></p>
La agenda carece de una definición clara de qué significa simplificar, está fragmentada y no afronta de raíz la inflación normativa
La UE se ha proyectado tradicionalmente como potencia regulatoria, elaborando normas que a menudo han servido de referencia internacional, en lo que Anu Bradford, profesora de Derecho de la Universidad de Columbia, ha denominado el efecto Bruselas. Este papel ha permitido a la UE durante años fijar estándares globales. El ejemplo por antonomasia de esta influencia es el Reglamento General de Protección de Datos (RGPD).
Sin embargo, cuando las regulaciones son excesivas o mal diseñadas, esa ventaja pasa a ser un lastre competitivo. Y es que las normas más recientes de la UE, como el Reglamento de IA o el de Criptoactivos no están logrando consolidarse como referentes fuera de la UE, especialmente en EEUU, donde la estrategia de Trump se está orientando claramente hacia la desregulación. Aunque las dinámicas geopolíticas pueden explicar parte de esta tendencia, también pesa la creciente complejidad y carga de las normas europeas, que dificultan incluso a sus propias empresas mantener su competitividad. A esto se suma la persistencia de diferencias nacionales que complican el funcionamiento pleno del mercado único.
Ante este escenario, la simplificación normativa se ha convertido en una prioridad del actual ciclo institucional europeo. Todos los comisarios designados han recibido el mandato de reducir los costes administrativos (un 25 % con carácter general y un 35 % para las pymes) y de revisar el acervo legislativo para aligerar cargas. Este giro se refleja también en que al Comisario Valdis Dombrovskis, además de sus responsabilidades en Economía y Productividad, se le han encomendado específicamente las competencias de «Implementación y Simplificación», en los paquetes Omnibus que la Comisión está lanzando en 2025, en la propuesta de un eventual régimen 28 y en la voluntad de relanzar el diálogo político con Parlamento y Consejo sobre una mejor aplicación del acuerdo interinstitucional de 2016 para legislar de manera más eficaz.
Paralelamente, otras autoridades europeas, como el Banco Central Europeo, la Autoridad Bancaria Europea, la Autoridad Europea de Valores y Mercados o la Junta Única de Resolución, han abierto procesos de reflexión sobre cómo simplificar y reducir cargas administrativas en sus marcos de supervisión.
Pero, ¿realmente estamos yendo por el buen camino con este bien intencionado y urgente proceso de simplificación o se nos escapa algo? Para que la simplificación regulatoria tenga éxito, hay que entender primero por qué la regulación europea se ha vuelto tan compleja. Cinco deficiencias de gobernanza explican esta inflación y fragmentación normativa.
En primer lugar, en el ámbito regulatorio europeo se distingue entre normas de nivel 1 (Reglamentos y Directivas adoptados por Parlamento y Consejo), normas de nivel 2 (actos delegados o de ejecución que concretan detalles técnicos) y normas de nivel 3 (guías y estándares elaborados por las autoridades supervisoras). El problema es que, cuando no se alcanzan consensos políticos suficientes en el nivel 1, Parlamento y Consejo trasladan esos desacuerdos a los niveles 2 y 3, delegando en autoridades como las Autoridades Europeas de Supervisión (ESA) la tarea de dirimir cuestiones de fondo que deberían haberse resuelto a nivel legislativo. Esto, unido al creciente número de mandatos detallados que se imponen desde el nivel 1 hacia los niveles técnicos, genera un marco regulatorio excesivamente complejo y prescriptivo, menos basado en principios y más en reglas minuciosas.
En segundo lugar, la fragmentación nacional alimenta más esa complejidad. Muchas normas se aplican o supervisan a escala nacional, lo que obliga a detallar en exceso las medidas para evitar divergencias. Aun así, las autoridades nacionales siguen interpretando de manera distinta, como ocurre con el RGPD en el caso Deepseek, lo que refuerza la tendencia a regular de forma excesivamente minuciosa. La discrecionalidad nacional puede ser útil, pero debe ejercerse sin comprometer la coherencia y la integridad del mercado único.
En tercer lugar, los Estados miembros tienden a introducir sus especificidades nacionales (goldplating). Antes lo hacían al transponer Directivas; ahora, con el mayor uso de Reglamentos, trasladan estas demandas directamente al Consejo, incorporando complejidad desde la fase legislativa.
En cuarto lugar, faltan mecanismos institucionalizados para evaluar la calidad y pertinencia de las normas en su ciclo de vida. Las evaluaciones de impacto de la Comisión se concentran en la propuesta inicial y rara vez se actualizan tras los trílogos. Las autoridades europeas de supervisión, por ejemplo, apenas realizan análisis cuantitativos en los niveles 2 y 3, y las revisiones ex post son escasas. Esto permite que las normas se acumulen sin corregirse.
Por último, muchas regulaciones persiguen un único objetivo principal, como la estabilidad financiera, la recaudación fiscal o la sostenibilidad, sin integrar objetivos secundarios que orienten mejor su alcance. Estos objetivos complementarios, como la competitividad, la innovación, la eficiencia económica o la preservación de la integridad del mercado único, permitirían equilibrar la norma y evitar que se vuelva unidimensional y excesivamente expansiva.
El riesgo de la agenda actual es convertirse en víctima de sus propias carencias: carece de una definición clara de qué significa simplificar, está fragmentada entre sectores y autoridades, y no afronta de raíz las deficiencias que generan la inflación normativa. Para que este proceso tenga éxito, hacen falta tres reformas estratégicas.
En primer lugar, es imprescindible un consenso político al más alto nivel sobre el significado de la simplificación. No se trata de desregular, sino de reducir la complejidad sin renunciar a los objetivos regulatorios. Ello exige fijar principios comunes desde el Consejo Europeo, incorporando la idea de que una buena regulación debe equilibrar objetivos primarios con metas secundarias que aseguren coherencia y proporcionalidad. Además, simplificar debe concebirse como un compromiso permanente: evaluaciones de impacto actualizadas tras los trílogos, revisiones periódicas del acervo y métricas cuantitativas y cualitativas que vayan más allá de los actuales objetivos de reducción del 25-35%. Este marco debería incluir, asimismo, límites explícitos al crecimiento de mandatos de niveles 2 y 3 y un compromiso de evitar prácticas de goldplating.
En segundo lugar, la simplificación requiere mecanismos de coordinación más granulares en áreas donde la complejidad se ha vuelto crítica. La Comisión debería designar coordinadores específicos con visión de conjunto en ámbitos técnicos como requisitos de capital, reportes, sostenibilidad o planes de resolución, garantizando la coherencia entre autoridades europeas y nacionales.
Por último, el reto de medio plazo pasa por replantear la propia gobernanza regulatoria. La coexistencia de competencias nacionales y ambiciones de uniformidad genera capas normativas que multiplican cargas. La experiencia del Mecanismo Único de Supervisión demuestra que transferir poderes a nivel europeo es viable y beneficioso, pero evitando siempre replicar estructuras.
La simplificación no puede limitarse a rebajar cargas administrativas: exige un consenso político claro, una coordinación más fina y un replanteamiento de la gobernanza europea. Solo así la UE podrá recuperar credibilidad regulatoria y transformar su marco normativo en un motor de competitividad, y no en un lastre.
*Judith Arnal es investigadora principal en CEPS y el Real Instituto Elcano.
Actualidad Económica