“Tirar a la basura es un gesto de poder. El poder prescindir de bienes que otros necesitarían; el poder de saber que otros se ocuparían de desaparecerlo. El poder de poseer es placentero; nunca más que el poder de deshacerse: el poder de no necesitar la posesión. El poder verdadero es desdeñarlo”, escribió Martín Caparrós en El hambre.
Si el Partido Demócrata logra capitalizar la energía que puede generar una herida como la que ha dejado Tony Hinchcliffe, tiene mucho que ganar. Los puertorriqueños en Estados Unidos son numerosos y relevantes en una elección cerrada como la que se perfila
“Tirar a la basura es un gesto de poder. El poder prescindir de bienes que otros necesitarían; el poder de saber que otros se ocuparían de desaparecerlo. El poder de poseer es placentero; nunca más que el poder de deshacerse: el poder de no necesitar la posesión. El poder verdadero es desdeñarlo”, escribió Martín Caparrós en El hambre.
De la basura no se ha escrito poco. Tampoco lo suficiente. Se ha dicho que toda —no importa en qué lugar del mundo— acaba teniendo el mismo olor. Esa mezcla de acidez, de humanidad, verdad, vergüenza y asco que se abre paso por nuestras fosas nasales, irrumpe en el paladar y nos recuerda que lo único permanente es que todo es temporero.
El maestro Martín Caparrós ha hecho distinción entre las basuras felices del primer mundo, con sus pedazos de pizza aún calientes a medio comer, sus electrodomésticos ligeramente dañados, sus alimentos en perfecto estado pero descartados porque así lo exige la fecha de expiración y el rastro de la abundancia de para quienes poseer y ser hace mucho es la misma cosa. Entonces, a contra peso, está la basura que no es festiva, polvo de nada, mierda de mierda, lo que queda cuando nada más puede utilizarse para preservar la vida. La basura del fin del mundo —que no es otra cosa que cualquier lugar en donde vivir sea menos probable que posible— es lo más cercano a la ceniza. De la ceniza sí se ha escrito bastante. Quizás, incluso, haya sido suficiente.
A los puertorriqueños nos han llamado basura hace unos días. No hace falta elaborar demasiado en el detalle del suceso. No por vagancia o por hastío de repetir en un texto el titular que ha dado tanto de qué hablar en los últimos días, sino porque lo que sorprende es que sorprenda. Al menos a estas alturas. El libreto de lo sucedido es absolutamente coherente con lo que ha sido, hasta el momento, el discurso trumpista con relación a Puerto Rico.
Incidió en el manejo de la respuesta estadounidense a los desastres naturales que ha vivido la isla, ha impactado el lentísimo y letárgico proceso de recuperación, ha alimentado el racismo y la xenofobia en las comunidades negras y latinas a las que los puertorriqueños pertenecen en Estados Unidos y ha proyectado a los boricuas que vivimos en la isla como seres inferiores, o peor aún, como la servidumbre —dicho en este contexto en el peor de los sentidos porque la verdad es que pocas cosas son tan dignas como servir— de aquellos que quieran venir a dar la suave batalla por el paraíso, establecerse en Puerto Rico, exentos de todo, gozando del clima —fuera de la temporada de huracanes, naturalmente— y contar con una masa humana deshumanizada que existe en sus ojos en función de sus deseos, caprichos y necesidades. Mano de obra para los capataces del siglo XXI, los mismos que van en chancletas playeras, trajes de baño y gesto condescendiente a exigir que agradezcamos las nuevas modalidades de subordinación colonial, política y social a la que Puerto Rico ha estado sometido desde la invasión estadounidense en 1898.
El comediante Tony Hinchcliffe habla durante el mitin de Donald Trump en el Madison Square Garden en Nueva York, el pasado 27 de octubre.Andrew Kelly (REUTERS)
¿Suena dramático? ¿Suena a escritura cargada de amargura? ¿De rabia? ¿De rencor? ¿De verdades incómodas? ¿De realidad que mejor se traga con un eufemismo? Me alegro. Es la intención, porque lo es.
Nos llamaron basura, una isla flotante de basura, para ser precisa. Durante su turno al micrófono en medio de un rally del Partido Republicado de Donald Trump, el comediante Tony Hinchcliffe se refirió así a Puerto Rico. No se limitó. Faltaba más. Profirió insultos racistas y estereotipados al estilo trumpista: que ninguna minoría se quede sin ser golpeada en su dignidad. Deshumanizar siempre ha comenzado con una carcajada socarrona, contagiosa, colectiva. La risa es también un motor para el horror.
Creo en la defensa de la comedia. Un pueblo que no puede reírse de sus miserias muy mal ha de pasarlo para procesarlas. Sin embargo, una cosa es la comedia lúdica y lúcida y otra muy distinta es lo que vimos allí. Que no es otra cosa que el resultado culturalmente más violento de la era trumpiana: el permiso para decir lo indecible. El fin del disimulo ante aquello que, como sociedad, habíamos acordado inaceptable. El envalentonamiento y la arenga hacia la búsqueda de una imposible “pureza” de raza, de nacionalidad, de todos estos absurdos que clasifican lo inclasificable. Sobre todo en un país con la historia de Estados Unidos. Ese chiste, sí que se cuenta solo y la risa que provoca se asemeja más a la del Joker —hecha a navajazos en los cachetes— que a la carcajada liberadora de la buena comedia, esa que alivia las vergüenzas y los malestares que tocan nuestros nervios sociales. De ahí que a nadie sorprenda que el libreto continúe tal y cual ha sido establecido.
Como es de esperarse, el comentario generó indignación masiva. Por semanas se seguirán redactando columnas similares a esta, se inundaron las redes sociales de reacciones, expresiones, debates, defensas, muestras de orgullo patriótico, recordatorios de la historia del país. La bola de nieve escaló y un personaje como Bad Bunny, que nunca ha tenido temor de usar su poder como máquina movilizadora de la cultura para impulsar las causas políticas en las que cree, reaccionó compartiendo en sus historias de Instagram un mensaje de la candidata presidencial demócrata Kamala Harris en torno a Puerto Rico. Un endoso, sin más. Un endoso anhelado como pocos por esa campaña. En esa misma plataforma comenzó a seguir al candidato a la gobernación de Puerto Rico por una alianza generada entre dos fuerzas políticas (el Partido Independentista Puertorriqueño —al que pertenece el candidato Juan Dalmau, favorecido por Bad Bunny— y Victoria Ciudadana) que buscan romper con el modelo bipartita que ha dominado la política isleña por décadas.
Habrá quien le reste valor a un gesto de la cultura popular tan poderoso como esta señal que ha lanzado el Conejo, habrá quien considere aún que con grandes ataques de dignidad se resuelve algo, habrá quien apueste al raciocinio que viene con la indignación para responder y reaccionar de manera contundente a lo que verdaderamente representa para Puerto Rico el haber sido objeto de una burla de esa naturaleza. Pero la verdad, aunque me indigno también, tengo claro que la indignación sin rabia, sin acción, sin movimiento se queda corta. Estas elecciones, como suelen serlo todas, son emocionales por encima de racionales. Si el Partido Demócrata logra capitalizar la energía que puede generar una herida como esta tiene mucho que ganar. Las comunidades puertorriqueñas en Estados Unidos son numerosas, líderes y pioneras entre las comunidades latinas en muchas de las principales ciudades estadounidenses y relevantes en una elección cerrada como la que se perfila. En la isla, si los que aquí vivimos, utilizamos ese barómetro para medir una relación que se sostiene sobre la promesa de un porvenir que no llega nunca, la Alianza tiene a su vez un contrapeso más a su favor.
Nos han dicho basura, no es la primera vez. No hay un migrante que no haya experimentado esa sensación, de que le miren como excedente, como sobrante, como la basura “feliz” de ese país en el que los cuerpos son tan útiles como desechables. Pero si lo pensamos bien, para una cultura tan diversa como la latinoamericana y tan prolífica y experta en el manejo del insulto, el que nos llamen basura impacta poco. Si nos damos un golpe y gritamos, ¡Ostia! Por favor, hay rangos en el manejo de lo soez. Si tenemos mil formas de nombrar el amor, ni hablar de cuán creativos nos ponemos a la hora de nombrar sus contrarios. Además, cuando insultamos no tememos ni a lo sagrado. En cambio, cuando nos llaman basura, lo llevan a un plano tan terrenal, tan obvio y literal que nos convierten en su espejo. Insultan como son. Y, francamente, eso sí me provoca el asomo de media sonrisa.
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