<p>Preguntada por el motivo que le hizo decidirse a estrenarse como directora, <strong>Kristen Stewart</strong> no duda: <strong>»Ser actriz»</strong>. La afirmación tiene algo de renuncia; de negación, incluso. Como si el hecho de ser una intérprete en manos de alguien que le dice lo que tiene que hacer (es decir, le manda cosas) nunca fuera suficiente. O, en cualquier caso, la declaración se antoja, como poco, contradictoria. De hecho, mandar es un verbo incómodo. </p>
La actriz presenta en Cannes su estreno en la dirección, un desbocado, impresionista y muy entregado retrato de una vida atravesada por los abusos y su posterior redención a través del arte
Preguntada por el motivo que le hizo decidirse a estrenarse como directora, Kristen Stewart no duda: «Ser actriz». La afirmación tiene algo de renuncia; de negación, incluso. Como si el hecho de ser una intérprete en manos de alguien que le dice lo que tiene que hacer (es decir, le manda cosas) nunca fuera suficiente. O, en cualquier caso, la declaración se antoja, como poco, contradictoria. De hecho, mandar es un verbo incómodo.
Hegel, por ejemplo, en su esfuerzo por ordenar el progreso hacia lo absoluto (autoconciencia, decía él), decidió echar mano de la parábola, que en esencia no es más que paradoja, de la relación dialéctica entre el amo y el esclavo. Ahí es nada. La gracia del asunto, para no perdernos, es que la relación de dependencia entre el que manda y el que obedece es tan inestable que está condenada a fracasar en un baile a tres de afirmación, negación y negación de la negación. Y así. Al fin y al cabo, los humanos más que desear cosas, deseamos deseos. Y eso, en efecto, da mucha guerra.
The Chronology of Water no es simplemente el trabajo de una intérprete que, de repente, decide colocarse detrás de la cámara para contar la historia que cree que debe contarse, que no se ha contado aún o que, pudiéndola contar ella, ¿por qué dejarla en manos de un desconocido con nómina aparte? No, en el caso de Kristen Stewart todo es mucho más intenso.
A poco que se conozca la siempre inquieta y, a veces, inquietante filmografía de una actriz que ha estado seis veces en Cannes de la mano de directores como David Cronenberg (Crímenes del futuro), Woody Allen (Café Society) o Oliver Assayas (Viaje a Sils María) no es difícil deducir que el empeño por dirigir no puede ser simplemente un capricho de estrella aburrida o un chute de vanidad para alguien que de eso ya va bien servida. Y así las cosas, Stewart convierte la adaptación del libro de memorias de Lidia Yuknavitch en una cuestión personal. Muy personal.
Hablamos de un texto que narra cómo su protagonista creció en un hogar donde fue víctima de abuso sexual. Y de cómo convirtió la vida entera en una huida a uña de caballo de todos los fantasmas que no dejaron un segundo de acosarla. Primero fue la natación (de ahí el título y la omnipresencia del agua); luego, el sexo; más tarde, las drogas y un poco después, más sexo y muchas más drogas. Y así, hasta que apareció la literatura para calmar y sanar lo que probablemente de otro modo nunca hubiera tenido ni cura ni calma. Si se quiere, y por expoliar al máximo la metáfora del arranque, algo de la dialéctica entre el que somete y el que es humillado se cuela en las relaciones paternofiliales. Sobre todo en las defectuosas, cuando no simplemente delictivas.
«La película», recuerda Stewart, «fueron ocho años de planificación, y la historia que se cuenta trata sobre el nacimiento, la muerte y el renacimiento. En cierto modo, considero que seguimos ese ciclo. Creo que se puede sentir en el resultado. Dolió mucho. La herida más grande de mi vida creativa hasta ahora. Y, con mucho, mi cicatriz favorita«.
Y sigue: «Las memorias narran una experiencia límite: los aspectos más tiernos y tóxicos de ser mujer. El libro me brindó las palabras para escribir un guion en el que Yuknavitch sería cada una de nosotras. La película trata sobre la iteración. Levantarse e intentarlo de nuevo. Recuperar el propio cuerpo, los propios deseos, las propias ambiciones y los propios sueños. Quería crear una forma indomable y difícil de definir«.
Y en efecto la película, para bien y para mal, es exactamente eso: un ejercicio al límite tan plagado de errores, de subrayados, de exageraciones y de imágenes poéticamente veladas que deslumbra con la misma fuerza que provoca ternura. Tan sublime en su voluntad irrevocable de serlo todo, contarlo todo y hacerlo para siempre, como escandalosamente ridícula. Pero sin duda, para nada despreciable. No solo hay un deseo de estilo sino un ejercicio de cine cierto entregado a discutir el valor y sentido de la imagen sin importar lo más mínimo las equivocaciones. Y solo por eso, The Chronology of Water se encuentra a salvo. Porque duele. A veces, duele por ingenua y banal, y en ocasiones por sincera y peleona. Pero siempre hace daño. Y eso es bueno.
Una Imogen Poots completamente convencida del proyecto toma al asalto su papel como si de la propia Stewart se tratara en Sangre en los labios, de Rose Glass, o en Spencer, de Pablo Larraín. Más allá de la agresión del padre (Michael Epp), la protagonista ha de padecer el silencio de la madre (Susannah Flood) y la ayuda inútil de la hermana mayor (Thora Birch).
La película, pese a su crudeza, mantiene el abuso no tanto en segundo plano como fuera de campo. El matiz importa. No se enseña nunca explícitamente, pero, en verdad, lo ocupa todo de manera abrasiva en, por contradictorio que resulte, primerísimo plano. Y es esta decisión la que no solo ennoblece la propuesta de Stewart, sino que la agranda y la dota de sentido pese a todo. La cámara se mueve siempre en primeros y primerísimos planos sin ahorrar un gramo de bilis, vómito, desprecio, melancolía y sangre (mucha sangre) al espectador. La narración queda abandonada en manos de una puesta en escena entre impresionista y abstracta, entre provocadora y felizmente caótica; una puesta en escena que no respeta más norma que la herida, esa que mencionaba antes Stewart.
Dice ella que su debut como directora le ha enseñado a escucharse a sí misma. A eso, y a escuchar a sus amigos. «Está bien fallar. A veces así se gana», añade con una de esas sentencias beckettianas que nunca queda claro si son tan profundas como el autor quiso o tan pegajosas y absurdas como aparecen en los manuales de autoayuda. Sea como sea, y como viene quedando claro en una cineasta (ya no solo actriz) que de un tiempo a esta parte no duda en calificarse de activista, Stewart quiere alejar de sí cualquier amago de vanidad.
Pocos actos tan vanidosos, por otra parte, como el de negar la vanidad. «La conciencia colectiva de las mujeres es real y el dolor no sólo puede evitarse, sino que puede tratarse y aceptarse», dice, para dejar claro lo que le gustaría que los espectadores se llevaran de su desbocada lectura que también es su estreno como directora, de The Chronology of Water. Y lo dice alguien que ya no es actriz, sino ama.
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