<p>La clave del melodrama en su acepción más corriente es su capacidad para llegar a lo más íntimo y sutil desde la meticulosa descripción de lo desproporcionado. <strong>Su sello de identidad no es tanto la exageración, que también, como la duplicación.</strong> El secreto del melodrama, mantenía el maestro Douglas Sirk, es el espejo. En él la identidad de desdobla y el mundo, todo él, adquiere el carácter de representación, de teatro. La autoconsciencia hace que lo real se duplique una y otra y otra vez (como los misteriosos espejos enfrentado de los ascensores) en un ejercicio de ironía por definición excesivo.</p>
Oliver Hermanus ensaya un bello poema errante sobre el amor, la música y la memoria, y en su noble empeño de no dramatizar nada deja su película sin sangre
La clave del melodrama en su acepción más corriente es su capacidad para llegar a lo más íntimo y sutil desde la meticulosa descripción de lo desproporcionado. Su sello de identidad no es tanto la exageración, que también, como la duplicación. El secreto del melodrama, mantenía el maestro Douglas Sirk, es el espejo. En él la identidad de desdobla y el mundo, todo él, adquiere el carácter de representación, de teatro. La autoconsciencia hace que lo real se duplique una y otra y otra vez (como los misteriosos espejos enfrentado de los ascensores) en un ejercicio de ironía por definición excesivo.
The History of Sound es tan consciente de todo lo anterior que lo niega con una pasión casi melodramática. La idea es alcanzar el grado máximo de sutileza de la mano de dos interpretaciones tan medidas como mínimas; sutiles y gentiles como pompas de jabón, que diría el poeta. Todo el esfuerzo tanto de Paul Mescal como de Josh O’Connor, dos de los actores del momento con carreras parecidas de la tele a la gran pantalla, consiste en hacer que los ojos brillen. Ahora un poco más, luego con un amago de lágrima y, por último, con las retinas escondidas en la resplandeciente sonrisa mandibular que a los dos les asiste. El director sudafricano Oliver Hermanus, responsable antes de la igualmente contenida Living, construye melodramas, pero al revés, desde su completo vaciamiento, desde la más absoluta discreción. Pero eso sí, los espejos están ahí.
Se cuenta la historia de dos amigos primero, amantes después y, por último, solo fragmentos de memoria incrustados como esquirlas de metralla en lo más profundo. En 1917, los dos se conocen en el Conservatorio de Música de Boston. Allí, intercambian su amor por la canciones populares y todo lo demás. Llegará la Gran Guerra y con ella la primera separación. Más tarde, en 1920, ambos pasarán el invierno caminando por los bosques de Maine. La idea es recolectar las tonadas con las que se encuentran para preservarlas, para que no desaparezcan, como el que colecciona fotos y cartas de amor para mantener la pasión intacta. Más tarde vendrá la separación definitiva. Uno irá a Europa y el otro se perderá. Y así.
Hermanus dispone los espejos, aquellos que en el melodrama duplican y amplifican el relato, en la parte de atrás. Es la música la que cumple ese cometido convirtiéndose no solo en caja de resonancia sino en hondo reflejo. Mescal y Josh escuchan cantar, cantan, se cantan y juntos construyen con precisión el escenario de un amor que no acaba donde su pasión se desdobla y toca el mismo cielo.The History of Sound está toda ella volcada a dibujar antes las ausencias, los momentos de pérdida y dolor, antes que a celebrar el amor. Y ahí, en la herida callada, la película se hace fuerte.
Pero hay problemas. Y el más evidente tiene que ver con las dificultades que encuentra la narración para crecer y avanzar más allá de la repetición. El drama es tan mínimo y la expresividad tan limitada, casi congelada, que, por momentos, lo más apreciable y distinguido es el simple aburrimiento. A fuerza de restar sangre, de eliminar las escenas de sexo, de descontextualizar el imaginable y previsible rechazo de la sociedad (definitivamente no es Brokeback Mountain), de dejar que los diálogos se terminen siempre en una larga pausa, The History of Sound acaba por caer en la exageración melodramática que quería evitar: la exageración de la inmovilidad. Es así.
Pero, sea como sea, resulta muy complicado resistirse a Paul Mescal y Josh O’Connor, hagan lo que hagan. Si además cantan y cuando lo hacen les brillan los ojos, poco se puede hacer salvo rendirse.
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