<p>Toda conversación que empieza con «el libro era mejor» empieza mal. Definitivamente, está mal que el único comentario que uno sea capaz de hacer de una película es que, al contrario que el interlocutor, el sagaz comentador sí ha leído un libro. Y está mal porque, en verdad y bajo la apariencia de juicio ponderado y culto, no se está diciendo nada. Algo puede estar peor sin que por fuerza esté mal del todo o puede ser mejor sin que eso lo convierta en bueno sin más. Y así. Con los comentarios de las secuelas sucede algo parecido. Está mal que lo primero que se nos ocurra de <i>Tron: Ares</i> es que, igual que su predecesora<i> Tron: Legacy, </i>no es comparable con el sorprendente original firmado en 1982 por Steven Lisberger con música de Wendy Carlos. Nada se puede comparar con lo que el tiempo ha convertido en un acontecimiento cinematográfico resplandecientemente oscuro, turbador y gozoso. <strong>El problema es que sea la propia película (es decir, la secuela que nos ocupa) la que nos lo diga. </strong>En efecto, <i>Tron: Ares</i> discurre por la pantalla como un bonito entretenimiento lleno de acción y frases hechas hasta que, llegado un momento, se detiene y es ella, la propia cinta, la que nos dice alto y claro: «El original, queridos espectadores, era mucho mejor. Corran a verlo si no lo han visto o vuelvan a verlo si ya lo olvidaron». Es así.</p>
Joachim Rønning se esfuerza en resucitar una vieja idea de la mano de unos brillantes efectos visuales animados por un guion de una simpleza lacerante
Toda conversación que empieza con «el libro era mejor» empieza mal. Definitivamente, está mal que el único comentario que uno sea capaz de hacer de una película es que, al contrario que el interlocutor, el sagaz comentador sí ha leído un libro. Y está mal porque, en verdad y bajo la apariencia de juicio ponderado y culto, no se está diciendo nada. Algo puede estar peor sin que por fuerza esté mal del todo o puede ser mejor sin que eso lo convierta en bueno sin más. Y así. Con los comentarios de las secuelas sucede algo parecido. Está mal que lo primero que se nos ocurra de Tron: Ares es que, igual que su predecesora Tron: Legacy, no es comparable con el sorprendente original firmado en 1982 por Steven Lisberger con música de Wendy Carlos. Nada se puede comparar con lo que el tiempo ha convertido en un acontecimiento cinematográfico resplandecientemente oscuro, turbador y gozoso. El problema es que sea la propia película (es decir, la secuela que nos ocupa) la que nos lo diga. En efecto, Tron: Ares discurre por la pantalla como un bonito entretenimiento lleno de acción y frases hechas hasta que, llegado un momento, se detiene y es ella, la propia cinta, la que nos dice alto y claro: «El original, queridos espectadores, era mucho mejor. Corran a verlo si no lo han visto o vuelvan a verlo si ya lo olvidaron». Es así.
Joachim Rønning, antes conocido por hacer cosas (sí, cosas) como la última y olvidable entrega de Piratas del Caribe o Maléfica, ahora aplica su manual de director para todo sin la menor intención de molestar a nadie a la saga Tron. Es el signo conservador de los tiempos. Disney prolonga la franquicia con el mismo espíritu con que Mercadona coloca en el vial sus productos de Hacendado. La idea es que nos fiemos de la marca y compremos (o vayamos al cine) sin mirar. Y la verdad es que todo funciona. A un ritmo tan perfectamente predecible como entretenido se suceden las escenas de acción de la mano de unos efectos visuales no originales, pero sí muy resultones. Se trata de modernizar el original en ese raro equilibrio entre el reconocimiento y la innovación. Y Rønning, no lo duden, cumple. Pero, como decíamos, llegado un momento y sin previo aviso, la película recrea de golpe la cinta de los ochenta y, error, el trampantojo queda a la vista. De repente, todo se viene abajo y ni el carisma de Jeff Bridges es comparable al de Jared Leto (por lo menos aquí) ni la rotoscopia original es sustituible por el más refinado CGI. Mal.
Y luego, la verdad, el guion no ayuda. Para situarnos, la película se entretiene en contar la simpar batalla entre los dos CEOS de dos empresas tecnológicas. Al contrario de lo que ocurre en la realidad, aquí uno de ellos es mujer (Greta Lee). Y, además, ni presume de saludo nazi ni tiene un cohete espacial con forma de polla (con perdón) ni hace apología de la masculinidad. Es decir, si existiera semejante unicornio no lo habríamos visto en la coronación de Trump. De hecho, la señora es tan rara en su especie que, atentos, quiere lo mejor para la humanidad. El villano (Evan Peters) desea convertir a los personajes indestructibles del videojuego en soldados en la vida real y así enriquecerse. En cambio, el ser de luz pretende que la vida inagotable de lo virtual sirva para acabar con el problema de la energía, la escasez de recursos y hasta de la falta de vivienda. Recuérdese, el quid de Tron siempre fue la frontera permeable gracias al hacker Kevin Flynn (Bridges) entre los dos mundos a un lado y otro de la pantalla. Ya el hecho de que asumamos sin rubor que las decisiones importantes de este mundo son cosa de empresarios ricos da problemas. No es que no sea cierto y que no haya sido siempre así, pero antes hasta los blockbusters demostraban un poco de pudor y ponían a Superman a cubrir las apariencias y a pelear del lado de la democracia. Olvídense. Eso es cosa del pasado. Viva el mal, viva el capital.
Lo que sigue, ya se ha dicho, es tan exuberante como disculpable. Y, admitámoslo, también disfrutable. Las motos de luz siguen siendo hipnóticas y las barreras de caramelo que forman a su paso hacen bizquear un poco. Y así hasta que la propia película, que no uno que pasaba por ahí, nos recuerda en lo que quiere ser un guiño nostálgico y fatal que, hemos llegado, «el original era mejor». Y dicho lo cual, cuidado con las macros ocultas.
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Dirección: Joachim Rønning. Intérpretes: Jared Leto, Greta Lee, Evan Peters, Hasan Minhaj. Duración: 119 minutos. Nacionalidad: Estados Unidos.
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