<p>Los informes<strong> Letta</strong> y <strong>Draghi</strong> han identificado uno de los grandes problemas estructurales de la economía europea: la incapacidad de convertir su elevado ahorro en inversión productiva dentro de la propia Unión. En lugar de canalizar recursos hacia sectores estratégicos en Europa, buena parte del capital europeo fluye hacia el exterior, en busca de rentabilidades más atractivas. Europa no padece escasez de ahorro, sino falta de oportunidades e incentivos institucionales y regulatorios que permitan transformar ese ahorro en inversiones suficientemente rentables. La ausencia de un verdadero y único mercado interior es una de las razones que dan lugar a esta brecha.</p>
La desconexión limita la capacidad de España para aumentar su productividad y cerrar la brecha de renta per cápita.
Los informes Letta y Draghi han identificado uno de los grandes problemas estructurales de la economía europea: la incapacidad de convertir su elevado ahorro en inversión productiva dentro de la propia Unión. En lugar de canalizar recursos hacia sectores estratégicos en Europa, buena parte del capital europeo fluye hacia el exterior, en busca de rentabilidades más atractivas. Europa no padece escasez de ahorro, sino falta de oportunidades e incentivos institucionales y regulatorios que permitan transformar ese ahorro en inversiones suficientemente rentables. La ausencia de un verdadero y único mercado interior es una de las razones que dan lugar a esta brecha.
España, en particular, representa un caso paradigmático de este fenómeno. A pesar de su elevado ahorro interno, impulsado por el sector privado, la inversión productiva sigue en niveles bajos, particularmente cuando se expresa en términos relativos al empleo. Esta desconexión entre ahorro e inversión limita la capacidad del país para aumentar su productividad y cerrar la brecha de renta per cápita con los países más avanzados de la Eurozona.
Desde hace más de una década, ligado al intenso proceso de desapalancamiento tras la Gran Recesión, el ahorro del sector privado español ha sido suficiente no sólo para financiar la inversión de hogares y empresas, y el déficit público, sino también para generar superávits externos considerables. En abril de 2025, el saldo de la balanza por cuenta corriente acumulado en los últimos 12 meses alcanzó el 2,8% del PIB, constituyendo un ahorro que no se traduce en inversión interna.
Parte de esta capacidad de financiación refleja un cambio estructural en el comportamiento de los hogares, que han mantenido tasas de ahorro elevadas incluso tras la normalización posterior a la pandemia. Detrás de este cambio podrían estar factores como el envejecimiento de la población, la incertidumbre macroeconómica, las limitaciones del acceso a la vivienda o la polarización de ingresos. Además, tanto los jóvenes como los mayores muestran una mayor propensión al ahorro, lo que indica que el fenómeno no es meramente cíclico, sino una transformación estructural del comportamiento de los hogares.
La brecha entre ahorro e inversión nacional es preocupante si se tiene en cuenta que esta última es uno de los motores más importantes del crecimiento de la productividad. La teoría económica del crecimiento ha dado lugar a excelentes y numerosas contribuciones que comparten el resultado de que aquellos países con mayores tasas de inversión respecto al crecimiento de la oferta de trabajo alcanzan mayores niveles y tasas de crecimiento de la productividad a largo plazo. Sin embargo, la Formación Bruta de Capital Fijo (FBCF) es uno de los componentes de la demanda agregada que más ha tardado en recuperarse tras la pandemia. De hecho, mientras en el primer trimestre de 2025 el PIB real superaba en 8 puntos porcentuales sus niveles anteriores al covid, la inversión sólo lo había hecho en 4,8 puntos, de manera que la tasa de inversión ha disminuido.
Aún más preocupante, la inversión por persona ocupada está prácticamente estancada en niveles de finales de 2019. En contraste, en la UE esta ratio ha seguido creciendo de forma sostenida. Con un nivel similar al de principios de siglo, la inversión por persona en edad de trabajar en España es actualmente inferior a la media europea. Ni siquiera excluyendo la inversión residencial, que se ajustó intensamente tras la crisis inmobiliaria y que hoy constituye uno de los problemas de la escasez de vivienda, se reduce esta distancia, que en 2024 se situó en el 42%. En maquinaria, construcción no residencial y activos inmateriales España continúa rezagada.
Como se señalaba recientemente en un análisis de BBVA Research, uno de los factores que limitan la inversión es la baja rentabilidad del capital en España. De acuerdo con datos recientes de la base de datos BACH, la rentabilidad sobre recursos propios (ROE) de las empresas españolas se mantiene desde hace más de una década por debajo de la observada en economías como Alemania o Francia y a niveles similares a los de Italia. Esta falta de atractivo relativo para el capital productivo frena la acumulación de capital y perpetúa una situación en la que, lejos de converger, España sigue por detrás con respecto a las economías europeas más ricas.
La relación entre inversión y productividad es clara. Las empresas españolas operan con menores niveles de inversión productiva por persona ocupada, lo que limita la productividad del trabajo y el crecimiento de los salarios. En este contexto, el ahorro no encuentra proyectos suficientemente rentables a los que dirigirse, y acaba buscando destinos más atractivos en el exterior. Es una manifestación de la paradoja señalada por el premio Nobel de Economía Robert E. Lucas, por la que el capital no fluye entre países hacia donde más escasea, sino hacia donde obtiene mayor rentabilidad.
La inversión pública debería actuar como tractor de la inversión privada, aumentando su rentabilidad. Sin embargo, desde hace años en España, el gasto público ha crecido en términos corrientes, pero la inversión pública ha retrocedido de forma alarmante en relación con el PIB: nuestro país se encuentra entre aquellos de la UE con menor esfuerzo inversor por parte del sector público en relación a su PIB. Esta tendencia frena el crecimiento potencial, reduce la rentabilidad de la inversión privada y perpetúa la brecha de productividad. Desde 2007 hasta 2024, el gasto público corriente per cápita aumentó un 32,5%, mientras que el PIB per cápita apenas lo ha hecho un 6,8%. Esta divergencia se ha financiado con un aumento de la presión fiscal y la deuda pública. El problema no es tanto de tamaño del sector público, sino de composición y eficiencia del gasto. Como muestran los indicadores de calidad institucional y regulatoria, el sector público español necesita mejoras intensas de eficiencia, que permitan reasignar recursos hacia usos más productivos.
España no tiene un problema de escasez de ahorro, más bien de inversión insuficiente. El reto está en conectar ese ahorro, tanto doméstico como europeo, con proyectos productivos capaces de generar rentabilidad, empleo de calidad y progreso social. Eso requiere un marco institucional y regulatorio más estable, eficiente y favorable a la inversión, una fiscalidad que incentive la inversión productiva y el emprendimiento, un aumento sostenido de la inversión pública en infraestructuras, educación y tecnología, una estrategia para atraer inversión extranjera directa en sectores clave, y mecanismos que faciliten canalizar el ahorro institucional y de los hogares hacia la economía real. En este sentido, la experiencia de Suecia en las últimas décadas es un excelente ejemplo que muestra cómo se puede crear un entorno más favorable para dinamizar el mercado de capitales y el ahorro, dirigiéndose hacia inversiones productivas. La economía española tiene ante sí una oportunidad de modernización y transformación tecnológica. Sin embargo, para aprovecharla se necesita una inversión sostenida y de calidad. Sólo así se logrará prolongar y convertir el crecimiento actual en una senda duradera de convergencia con Europa.
*Rafael Doménech es catedrático de la Universidad de Valencia y responsable de análisis económico de BBVA Research.
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