<p class=»ue-c-article__paragraph»>Una expresión muy utilizada en las batallas dialécticas de las redes sociales, que son despiadadas, rápidas y directas como el nuevo mundo en configuración, es que el dato mata al relato. O al menos que éste pone en evidencia algunos convencionalismos que se dan por seguros, ya sea por pereza intelectual, por sectarismo ideológico o por miedo a contradecir la implacable corrección política. Por ejemplo, el dato de que el 53% de las norteamericanas blancas, y el 44% del total de las mujeres de ese país, votaron en las pasadas elecciones presidenciales a <strong>Trump</strong> chirría con el discurso dominante durante la campaña electoral que le presentaba como una amenaza existencial para el género (con perdón) femenino y que, por consiguiente, ellas iban a dar su apoyo en masa a <strong>Kamala Harris</strong>.</p>
Una expresión muy utilizada en las batallas dialécticas de las redes sociales, que son despiadadas, rápidas y directas como el nuevo mundo en con
Una expresión muy utilizada en las batallas dialécticas de las redes sociales, que son despiadadas, rápidas y directas como el nuevo mundo en configuración, es que el dato mata al relato. O al menos que éste pone en evidencia algunos convencionalismos que se dan por seguros, ya sea por pereza intelectual, por sectarismo ideológico o por miedo a contradecir la implacable corrección política. Por ejemplo, el dato de que el 53% de las norteamericanas blancas, y el 44% del total de las mujeres de ese país, votaron en las pasadas elecciones presidenciales a Trump chirría con el discurso dominante durante la campaña electoral que le presentaba como una amenaza existencial para el género (con perdón) femenino y que, por consiguiente, ellas iban a dar su apoyo en masa a Kamala Harris.
¿Qué ocurrió para que esa previsión errara de forma tan estrepitosa? ¿Más de la mitad de las mujeres norteamericanas votaron, en un inaudito ejercicio de autoodio, contra sus propios intereses? Aunque Irene Montero, distinguida portavoz del feminismo vociferante español, abonó esa tesis, proclamando que «había ganado el machismo», sin ningún tipo de empatía o voluntad de entender a ese 44% de «compañeras» yanquis, no es descabellado pensar que hay otras causas que explican el apoyo femenino a un personaje tan ajeno -cuando no hostil- a la agenda feminista.
A la vez que Trump mantenía ambigüedades respecto a su futura alianza con Putin para doblegar a Ucrania, uno de los motores de su campaña fue combatir el discurso woke -el de una izquierda identitaria, moralizante y censora- y la promesa de revertir muchas de las medidas legislativas que había inspirado esta corriente ideológica dominante.
El wokismo, cuyo significado original en el argot afroamericano era «estar despierto» frente al racismo, a partir de la década de 2010 se fue expandiendo a través de las universidades y las plataformas digitales, hasta convertirse en el credo oficial de la nueva izquierda. Antioccidental y antiliberal, es un intento de institucionalizar a través de sus ramificaciones y distintas expresiones una visión particular del mundo. La ideología de género, el feminismo queer, el movimiento Black Lives Matter, la corrección política, antisemitismo y el islamoizquierdismo son parte de este modelo social y moral woke que, en sus manifestaciones más extremas, fomenta la cancelación contra voces disidentes.
Tras dos décadas soportando esta turra en el debate público occidental, la reacción era sólo cuestión de tiempo. Y Trump ha sido quien mejor ha utilizado, en beneficio propio, la bandera anti woke: muchas mujeres votaron por él no porque creyeran en su respeto de los derechos femeninos -su historial personal lo delata-, sino porque estaban hartas de un feminismo que les parece radical y cuya doctrina presenta al hombre como enemigo y amenaza, y ridiculiza el concepto de familia tradicional, en un intento de condicionar la manera de comportarse de las mujeres, bajo pena de ser acusadas de «machistas».
Con el mandato popular de revertir la influencia wokista, Trump ha aprobado una serie de medidas que muchas mujeres han aplaudido, tales como restringir la participación de personas trans en competiciones deportivas femeninas. Pero a la vez, está utilizando la coartada de la lucha contra el wokismo como justificación de purgas en la administración, exigiendo a empleados públicos que firmen un compromiso de adhesión a los «valores constitucionales tradicionales» y ordenando la eliminación de todos los programas de sensibilización de género y diversidad racial en las academias militares y unidades de combate. Una agenda política que, en varios estados, ha comenzado a restringir libertades y derechos como el acceso al aborto.
Si el trumpismo y su cohorte de lunáticos patriotas tiene mucho de reacción al wokismo, también es consecuencia del wokismo que muchas reivindicaciones justas y justificadas, como el anti racismo o el ecologismo, hayan perdido legitimidad y apoyo social al haber sido asociadas con posiciones percibidas como extremas. Es el caso de ciertas interpretaciones del feminismo, que lo han acabado convirtiendo en un movimiento sospechoso y desagradable para muchos hombres y no pocas mujeres que rechazan ser reducidas a un cliché y que perciben este discurso feminista como desconectado de sus vidas cotidianas.
Además, el wokismo ha dividido el movimiento feminista, fomentando la guerra entre el feminismo trans, alineado con lo woke y que considera que el género es fluido, y el feminismo clásico, que pone el foco en la realidad material del cuerpo femenino. Un choque que ha marcado las últimas manifestaciones del 8-M en España y que, con el actual clima de polarización política, puede intensificarse.
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