<p>En otros tiempos, un ataque de <strong>Estados Unidos</strong> a <strong>Irán </strong>habría puesto al mundo en vilo: petróleo disparado, bolsas en fuga y la Fed sudando frío. Sin embargo, tras la ofensiva, el precio del barril de Brent apenas se despeinó, el oro subió por reflejo y el Nasdaq cerró en verde. Lockheed Martin avanzó, pero también Microsoft. La guerra ya no es un cisne negro, <strong>es un algoritmo</strong>. Pasa a convertirse en una variable integrada en el Excel de los gestores de riesgo. La disuasión ha dejado de ser un freno para ser un escenario base.</p>
En otros tiempos, un ataque de Estados Unidos a Irán habría puesto al mundo en vilo: petróleo disparado, bolsas en fuga y la Fed sudando frío.
En otros tiempos, un ataque de Estados Unidos a Irán habría puesto al mundo en vilo: petróleo disparado, bolsas en fuga y la Fed sudando frío. Sin embargo, tras la ofensiva, el precio del barril de Brent apenas se despeinó, el oro subió por reflejo y el Nasdaq cerró en verde. Lockheed Martin avanzó, pero también Microsoft. La guerra ya no es un cisne negro, es un algoritmo. Pasa a convertirse en una variable integrada en el Excel de los gestores de riesgo. La disuasión ha dejado de ser un freno para ser un escenario base.
Esta vez, parece que la sangre tampoco manchará las gráficas: Washington y Teherán operan con ciertos canales de contención. La señal para los mercados es clara: aún estamos dentro del rango. Pero ese mismo reflejo —la rápida vuelta al equilibrio— es lo que alimenta la ilusión de que todo conflicto es programable, reciclable, arbitrable. Y eso, más que el misil, es lo que realmente debería inquietar.
En los cuentos de Poe, la muerte no irrumpe: se instala. No estalla, se filtra. Así ocurre con la guerra en esta economía anestesiada y teledirigida. No es que haya desaparecido, es que ha sido monetizada, convertida en patrón, en fórmula. Cada ataque «quirúrgico» es una señal que no busca victoria, sino dirección de flujos. Sube el dólar, se compran bonos del Tesoro, se gira hacia defensa. La sangre se evapora antes de llorarla. En esta coreografía violenta pero contenida, el disparo precede al reequilibrio de carteras de inversión. La geopolítica se ha vuelto una extensión de la política macroeconómica, y el Pentágono, un brazo armado del Tesoro.
¿Por qué ha atacado Estados Unidos? Porque puede hacerlo sin sufrir un gran desgaste y porque la rentabilidad de esta acción ha superado, por primera vez en décadas, el coste de la omisión. Pero también por el macabro resultado de que una intervención militar corta, limitada y calibrada cumple funciones económicas precisas. Una: sostener el crudo en una zona dulce —entre 80 y 95 dólares— donde el shale oil sigue siendo rentable, las exportaciones se fortalecen y la inflación no se desmadra. Dos: inducir una huida global hacia el dólar y los bonos estadounidenses, que permite (hasta cierto punto) financiar déficits del 6 % del PIB con intereses asumibles. Cuanto más inestable el mundo, más barata la deuda americana. Y tres: blindar el gasto militar como pilar fiscal del modelo. Porque el Pentágono no es solo fuerza: es industria, empleo, inversión tecnológica, estímulo encubierto. Su presupuesto —más de 850.000 millones— actúa como estabilizador automático disfrazado de estrategia. Cuando hay guerra, se justifica. Cuando se justifica, se aprueba. Cuando se aprueba, se evita el ajuste. Cada misil comprado retrasa un recorte. Cada enemigo fabricado pospone una rendición de cuentas. Lo que se compra no es solo seguridad, es tiempo fiscal.
La economía no es el telón de fondo de esta historia. Es el escenario de su contabilidad. Los bancos centrales no reaccionan porque no deben: la guerra está dentro del modelo. Las gestoras no venden, rotan. El riesgo no se reduce, se arbitra. La política exterior ha perdido toda pretensión transformadora: ya no ordena el mundo, solo lo puntúa. Irán condena mientras Europa pide moderación. Rusia acusa y China se distrae. Washington marca el compás, sabiendo que el público —los mercados— ya ha leído el guion.
La muerte, en esta escena, no cae con estrépito. Se registra como coste marginal. Una línea más, una desviación estándar. Pero si algo falla —si la violencia se desborda, si un cálculo salta, si una frontera arde, si el terrorismo se desmadra— veremos lo que se oculta tras esta eficiencia del riesgo: inflación importada, seguros imposibles, turismo retraído, o bancos centrales sin margen. No por la guerra misma, sino por la ilusión de que podía programarse.
Actualidad Económica